lunes, 10 de septiembre de 2007

Historias

Martín cumplía 25 años y yo, que soy de los que no desaprovechan una buena juerga, estaba ahí con las botellas de Brahma que pasaban por mis manos como pasan los billetes por los cambistas del cruce de Diagonal con Pardo. Había una que otra chica que jalaba mi usualmente periférica visión pero yo seguía con el mismo rollo en la cabeza. Estaba aún bajo los estragos de soledad que me cubrían como un iglú cubre a un inuid (decir esquimal es de mal gusto) y no podía aumentar mi humor por más que me encontraba en medio de una fiesta en plena definición de la palabra. Sabía que lo que había sucedido iba a suceder, que un libro no es eterno y tiene siempre las páginas contadas, que aquella historia que había captado mi total atención no duraría la eternidad que hubiese preferido; sin embargo, quería que Vargas Llosa me envíe vía correo electrónico un par de capítulos más.

Recordé la noche en la que vi como una cámara de NBC hacía un paneo por un departamento vacío y unas letras casi cursivas declaraban el final de la serie Friends. En esa oportunidad también me sentí abandonado por una época de mi vida (larga por cierto). Estaba tan acostumbrado a los personajes y a la historia que los consideraba eternos. Es pues que todos tenemos un sentimiento (pequeño o grande) de pena cuando se nos termina de contar una historia (por un libro, la televisión, el teatro o el cine). Nadie quiere que eso que se inscribió en su vida desaparezca y pase como una ola más en la playa. Tenemos una innata necesidad de siempre presenciar un mundo paralelo (ficticio) como para descansar de nuestra realidad.

Todos inconscientemente queremos ser otros. Vemos películas de acción deseando tener la valentía de esos Shwartzeneggers y Stallones, pasamos horas leyendo novelas románticas como intentando robar un beso a la icónica protagonista, abandonamos por unos momentos nuestra vida viendo lo que algunos personajes ficticios pueden tener. La frase “el césped es siempre más verde al otro lado de la cerca” resume perfectamente esta característica humana. Podría apostar que un actor como Cristian Meier, con extremada popularidad entre el género femenino, muchísima fama (que de alguna forma se traduce en dinero) y una límpida carrera delante de él, muy en el fondo muere de ganas de en realidad ser el Zorro.

Un claro ejemplo que expresa sin ninguna duda la cantidad de tiempo que pasamos viviendo la vida de otras personas es la serie “24”. Cada temporada de la serie dura exactamente un día en la vida del personaje Jack Bauer. Osea, después de seguir la serie por todos los capítulos que comprenden una temporada, hemos dejado de lado un día de nuestras vidas para ver un día en la vida de otro (admito que ser miembro de una brigada antiterrorista es interesantísimo, pero estoy seguro de que hay cosas más interesantes para hacer). Dejar de vivir para ver vivir es algo que debería preocuparnos, pero que por el contrario nos entretiene y consideramos extremadamente normal.

Lo chistoso es que los personajes de ficción que tanto admiramos y anhelamos también mueren de ganas de ser otros. Joey Tribbiani moría de ganas de ser un actor famoso (a lo Robert De Niro), por más que Matt le Blanc ya lo era y quería ser Joey Tribbiani con tantas ganas que sacó una serie para mantener el personaje después que Friends acabó. Concluimos entonces que hasta los personajes ficcionarios que idolatramos tienen la esperanza de ser alguien más ¡que irónico!

Nos sentamos en una sala de teatro queriendo ser otros a través de los personajes, leemos libros para viajar lejos de nuestra realidad y adentrarnos en una alterna, asistimos a salas de cine con 90 personas más deseando todos poder trepar las paredes de Nueva York y colgarnos de telas de araña, pasamos cientos de horas sobre nuestra cama frente a un Sony o un Sharp haciendo “zapping” por la vida de los demás. Podemos entender entonces por qué miles de personas sintonizan ATV de lunes a viernes a las 9 de la noche (Magaly), comparten las humanas ganas de saber hasta en qué la cagan todas esas personas que quisiéramos ser.

¿Podríamos vivir sin literatura? ¿Necesitamos tanto al cine y la televisión para descansar de nuestras vidas? Lo cierto es que no hay persona que no disfrute vivir por unos instantes lo que otros viven. Hasta las culturas más alejadas de la sociedad moderna tienen mitos y leyendas de Dioses y demás seres que cumplen la función de sacarlos de sus fogatas y cantos (vestidos en hojas) para por un momento imaginar que vuelan o crean las montañas en las que viven.

Después de regresar a mi casa de la fiesta de Martín, aún con ese sentimiento que penaba mi noche, entré a mi cuarto y lo vi. Era un polvoriento y abandonado libro que me prometía unos cuantos días de otro mundo, esperanzas y sueños con los personajes, una nueva historia para querer vivir. Fiel al humano sentimiento de no querer ser yo mismo, abrí la primera página y recé a Alfredo Bryce Echenique que el mundo de Julius me haga olvidar a la tía Julia de Mario Vargas Llosa (como quien quiere olvidarse de una mujer metiéndose con otra) Veré.