domingo, 18 de noviembre de 2012

MUDANZAS

Tengo recuerdos de haber vivido en distintos lugares cuando era niño, pero muy poco me queda plasmado en la biblioteca de las memorias con respecto al trajín que implicaba dejar una morada para transportarme a otra y volverla mía. Obviamente, esto tiene una relación directa con el hecho que mis padres eran los que se montaban al hombro los pormenores de las mudanzas. Conforme fueron pasando los años, los cambios físicos de domicilio me fueron pisando los talones hasta el punto de montarse sobre mis hombros también.

Cuando eres niño, mudarte es un juego más. Es como cuando uno de tus personajes favoritos de caricaturas tiene que viajar al espacio para emprender una tarea. Te emociona cargar las cosas porque sientes que es tu armamento, tus elementos esenciales de supervivencia, tus compañeros de aventura.

Subir al camión de mudanza y ver tu casa reducida a un increíble espacio es una locura casi tan orgásmica como poder pedir dos postres después de la comida. Tu cabeza no llega a comprender cómo la sala, el comedor y hasta los dormitorios se pueden meter todos en un vagón así de chico. Sueñas con viajar ahí dentro, desde tu vieja casa hacia el infinito y más allá. La idea de estar unos minutos en tu casa y que esta se mueva de un espacio a otro es tan absurda que quieres, como sea, experimentarla. Claro que luego vienen tus padres, te pisan la cola, bajan al suelo y mandan a ir al carro con tu hermana y su muñeca Barbie, siempre sin ropa (la Barbie, no la hermana; ojo).

Ya de adolescente, el hecho de mudarte te puede generar molestias. Dicen que es la edad en la que todo te jode, pero el trajín de tener que cambiar de rutas, buscar armar nuevas costumbres en un espacio distinto, tener que conocer gente diferente; te puede hacer odiar al planeta. Peor aún, cuando entras a tu cuarto, siempre hecho un desastre, y te ves en la obligación de reducirlo a cajas, maletas y mochilas, la pared se vuelve tu enemiga y la pateas. “¿Por qué no simplemente nos quedamos acá? Como odio a mis papás; que me dejen solo. ¿Acaso porque se van ellos me tengo que ir yo? Nadie me entiende”.

De adulto la mudanza es un tema más matemático. Tienes costos de transporte, gastos de embalaje, pérdida de día laboral (si no puedes coordinar que sea un fin de semana), etc. La empacada sigue siendo una molestia, pero de grande todo es una molestia, así que simplemente le pones una gota de agua más al pozo, y embalas. Sin embargo, es en esta etapa de tu vida en la que las riendas del caballo “mudanzero” pasan a tus manos. Ahora te mueves porque tú decidiste, porque tú quieres, porque tú tuviste el antojo; o simplemente porque ya no puedes pagar el lugar en el que estás. Puede también que te vayas en busca de una vida distinta, que fue lo que me pasó a mí a comienzos de este año.

Cuando llegué a Ecuador, no tenía dónde pasar la primera noche. Alquilé un cuartucho durante dos días y luego encontré un cuartuchito aún menor. El espacio era tan ajustado que nunca llegué a desempacar mi ropa del todo. Estuve ahí 7 meses, encogiendo las rodillas, hasta que me pasé a un cuarto con más apariencia de habitación. Ahí la pasé de lo lindo, cocinando en un espació común de la cabaña, que compartí con dos amigos, y robando internet a un hotel cercano. Era como mi oficina personal con cama. Ahí sí desempaqué, guardé las mochilas y me sentí un poco más consolidado como residente de una tierra que, aunque pueda estar mucho tiempo bajo mis pies, jamás será del todo mía.

Hoy esa habitación es un recuerdo cercano del 8vo tipo (no sé qué significará eso, pero suena chévere). La dejé, no porque me incomodaba, sino porque, en mi afán de avanzar y ampliar mis espacios, me mudé a una casita de 2 pisos, justo al costado de la cabaña donde cociné con los que fueron mis vecinos de arriba y que ahora son mis vecinos de al lado. La casa está unos cuantos metros más cerca a la playa, tiene 2 cuartos, una vista hermosa y mucho hueco por llenar. Esto es lo que hace más único y especial este nuevo lugar. Mientras que todos los sitios que hice míos durante mi corta vida estaban siempre amoblados, la casa está desnuda. Es como que, hasta este punto de mi existencia, siempre me entregaban libros para colorear y yo los pintaba a mi antojo. Hoy, lo que tengo es una hoja en blanco, sin dibujitos para no salirme de las líneas.

Me emociona saber que habito por fin un espacio que puedo hacer personal, que necesita mi atención total y depende de mis ganas de dibujar en la página en blanco. Aún no tengo idea qué poner dónde, qué necesito comprar, cómo son las cosas que quisiera tener; pero lo que sí tengo claro, es que no me puedo equivocar, porque nadie sabe lo que me gusta mejor que yo mismo ¿Paredes amarillo fosforescente, muebles en forma de mano, colchón inflable? ¡Hell yeah!