Cuando eres niño, mudarte es un juego más. Es como cuando
uno de tus personajes favoritos de caricaturas tiene que viajar al espacio para
emprender una tarea. Te emociona cargar las cosas porque sientes que es tu
armamento, tus elementos esenciales de supervivencia, tus compañeros de
aventura.
Subir al camión de mudanza y ver tu casa reducida a un
increíble espacio es una locura casi tan orgásmica como poder pedir dos postres
después de la comida. Tu cabeza no llega a comprender cómo la sala, el comedor
y hasta los dormitorios se pueden meter todos en un vagón así de chico. Sueñas
con viajar ahí dentro, desde tu vieja casa hacia el infinito y más allá. La
idea de estar unos minutos en tu casa y que esta se mueva de un espacio a otro es
tan absurda que quieres, como sea, experimentarla. Claro que luego vienen tus
padres, te pisan la cola, bajan al suelo y mandan a ir al carro con tu hermana
y su muñeca Barbie, siempre sin ropa (la Barbie, no la hermana; ojo).
Ya de adolescente, el hecho de mudarte te puede generar
molestias. Dicen que es la edad en la que todo te jode, pero el trajín de tener
que cambiar de rutas, buscar armar nuevas costumbres en un espacio distinto,
tener que conocer gente diferente; te puede hacer odiar al planeta. Peor aún,
cuando entras a tu cuarto, siempre hecho un desastre, y te ves en la obligación
de reducirlo a cajas, maletas y mochilas, la pared se vuelve tu enemiga y la
pateas. “¿Por qué no simplemente nos quedamos acá? Como odio a mis papás; que
me dejen solo. ¿Acaso porque se van ellos me tengo que ir yo? Nadie me
entiende”.
De adulto la mudanza es un tema más matemático. Tienes
costos de transporte, gastos de embalaje, pérdida de día laboral (si no puedes
coordinar que sea un fin de semana), etc. La empacada sigue siendo una
molestia, pero de grande todo es una molestia, así que simplemente le pones una
gota de agua más al pozo, y embalas. Sin embargo, es en esta etapa de tu vida
en la que las riendas del caballo “mudanzero” pasan a tus manos. Ahora te
mueves porque tú decidiste, porque tú quieres, porque tú tuviste el antojo; o
simplemente porque ya no puedes pagar el lugar en el que estás. Puede también
que te vayas en busca de una vida distinta, que fue lo que me pasó a mí a
comienzos de este año.
Cuando llegué a Ecuador, no tenía dónde pasar la primera
noche. Alquilé un cuartucho durante dos días y luego encontré un cuartuchito
aún menor. El espacio era tan ajustado que nunca llegué a desempacar mi ropa
del todo. Estuve ahí 7 meses, encogiendo las rodillas, hasta que me pasé a un
cuarto con más apariencia de habitación. Ahí la pasé de lo lindo, cocinando en
un espació común de la cabaña, que compartí con dos amigos, y robando internet
a un hotel cercano. Era como mi oficina personal con cama. Ahí sí desempaqué,
guardé las mochilas y me sentí un poco más consolidado como residente de una
tierra que, aunque pueda estar mucho tiempo bajo mis pies, jamás será del todo
mía.
Hoy esa habitación es un recuerdo cercano del 8vo tipo (no
sé qué significará eso, pero suena chévere). La dejé, no porque me incomodaba,
sino porque, en mi afán de avanzar y ampliar mis espacios, me mudé a una casita
de 2 pisos, justo al costado de la cabaña donde cociné con los que fueron mis
vecinos de arriba y que ahora son mis vecinos de al lado. La casa está unos
cuantos metros más cerca a la playa, tiene 2 cuartos, una vista hermosa y mucho
hueco por llenar. Esto es lo que hace más único y especial este nuevo lugar.
Mientras que todos los sitios que hice míos durante mi corta vida estaban siempre
amoblados, la casa está desnuda. Es como que, hasta este punto de mi existencia,
siempre me entregaban libros para colorear y yo los pintaba a mi antojo. Hoy,
lo que tengo es una hoja en blanco, sin dibujitos para no salirme de las
líneas.
Me emociona saber que habito por fin un espacio que puedo
hacer personal, que necesita mi atención total y depende de mis ganas de
dibujar en la página en blanco. Aún no tengo idea qué poner dónde, qué necesito
comprar, cómo son las cosas que quisiera tener; pero lo que sí tengo claro, es
que no me puedo equivocar, porque nadie sabe lo que me gusta mejor que yo mismo
¿Paredes amarillo fosforescente, muebles en forma de mano, colchón inflable?
¡Hell yeah!