Llegué a tu clase sin saber a dónde me había metido. No
tenía la menor idea quién eras ni lo que haría nuestro cruce en mi vida. Entré,
me senté, vi cómo pasabas la lista y me sorprendí ante lo que en ese momento sucedió.
Una de las chicas de la clase andaba distraída y no escuchó su apellido. Lo
repetiste varias veces, hasta que luego de un alce en tu tono de voz, ella
respondió que sí se encontraba en el salón. Le preguntaste el origen de su
nombre, que obviamente ella no conocía, y comenzaste uno de esos discursos que
tienes y que engatusan. Le diste cátedra del origen de su apellido, de la
historia del Perú; desafiaste los paradigmas colegiales que todos teníamos y
convenciste a muchos, en los 90 minutos que duró tu clase, que realmente nadie
sabía nada de la vida.
Ese día salí del aula con demasiada incertidumbre. No sabía
si quejarme con el colegio por haberme dicho tantas mentiras o si dudar sobre
mí mismo, sobre mi inteligencia que, aparentemente, tenía los cimientos
podridos. Y es que cada clase contigo fue siempre una aventura ideológica que
me llevó por tantos caminos distintos que mi cerebro tuvo que reinventarse para
siquiera poder entender la forma cómo funcionaba el tuyo. Desde ese ciclo acosé
tus horarios, invadí tus cursos, me apoderé de cuanto momento de enseñanza me
fuese posible contigo. Y es que me pareciste tan interesante que te consideré,
y aún lo hago, una formación alterna a la que me dio la universidad.
Fue por ti que aprendí a pensar, a entender que la realidad
tiene tantas perspectivas que existe como una construcción de miradas. Me
contaste la historia de la humanidad de tal manera que entendí más de lo que
podría haber sacado de leer mil enciclopedias completas. Tu capacidad de
llegada me atrapó y convenció de todo lo que salía de tu discurso. En algún
momento, conversando sobre nuestra relación intelectual y amical, comentaste
que yo te seguía porque mi matriz ideológica había encontrado en la tuya un
lugar de coincidencias. La verdad, mi querido Diablo, es que tú construiste mi
matriz. Antes de pasar por tus clases yo era otra persona, y probablemente
hubiese muerto sin conocer, realmente, de lo que soy capaz.
Esta semana me topé, con nostalgia, con fotos de tu última
clase universitaria. Ya me lo habías comentado; la ULima te retiraría este año.
Quizá lo tomé a la ligera porque, para mí, no era posible sacar de mi alma
mater al pilar principal de mi formación académica. No cabía en mi cabeza la
posibilidad de que ya no formases parte de las aulas que me vieron crecer,
cambiar y crear. Siempre pensé que tu estadía dentro de la facultad sería tan
eterna como tu conocimiento, que tus lecciones estarían ahí para todos los que
las necesitasen, que cambiarías muchas vidas más de la misma forma como
cambiaste la mía. Vi las fotos de tu última clase, Diablo, y sentí que habían
matado un pedazo de mí.
Hoy me entrego a la escritura desordenada, a la falta de
línea conductora, al despojo de palabras emocionales sin previa organización.
Te dedico este post sin haberlo planeado; simplemente soltando lo que se me
ocurre al momento que nace de mí. Y es que así eran tus clases. Podías llegar
teniendo que dictar sobre un tema, pero en el camino te terminabas dedicando a
otra cosa, buscando enganchar nuestro interés. No fuiste el más ordenado, pero
sí el más elocuente y convincente. Te dedico el post porque siento mucho
orgullo al poder decir que pasé por tus cursos. Mi ego se regocija al recordar
nuestras conversaciones académicas, nuestros trabajos fuera de clase, nuestro
intento de programa vía streaming, etc. Debes haber tenido millones de alumnos,
y yo cientos de profesores; cada uno especial a su manera, pero lo que en mí
dejaste fue más que un conjunto de enseñanzas. Me diste tanto que no sé ni por
dónde empezar, a pesar que ya empecé hace un par de párrafos.
Hoy extraño sentarme en la primera fila de tu clase y
perderme dentro del limbo de tus explicaciones. Me gustaría volver en el tiempo
y preguntar una y otra vez lo que ya te pregunté, rearmar nuestros proyectos,
aplicarme aún más a la lectura de los textos que me recomendaste, sumergirme en
tu biblioteca mental. Pero la vida es caprichosa y hoy no me lo permite. Me
afecta tu retiro, Diablo, a pesar de que yo ya no estoy más en la universidad.
Pensar que no se te va a encontrar más en tu escritorio me parte el alma, me llena
de desgano, me roba la fe. Por momentos siento que me quedó corta la
experiencia, que faltaron más clases, más exámenes, más trabajos. Y es que, en
contra de lo que piensen los altos directivos de la ULima, yo considero que a
ti, el conocimiento impartible no se te acaba nunca. No por nada estoy
convencido que; más sabe el Diablo por Zamalloa que por viejo o por Diablo.
Eres grande César y, por el simple hecho de existir, te estaré eternamente agradecido.