domingo, 14 de octubre de 2007

Lugares

“Sometimes you want to go where everybody knows your name, and they're always glad you came. You wanna be where you can see, our troubles are all the same, you wanna be where everybody knows your name.”

Es madrugada de viernes y por primera vez después de 2 meses estoy camino a un bar que definitivamente marcó mi vida. Un local de esos que piensas que siempre van a estar ahí para ti, pero que de la noche a la mañana alguien desaparece y te hace notar que no es un lugar más, sino un pedazo de tu vida. Recuerdo los episodios de la clásica serie de televisión norteamericana “Cheers”. Veo en mi memoria a un personaje entrar al bar y decir “hola muchachos” recibiendo como respuesta una ovación de voces en coro “¡hola Norm!”. Incluso los Hombres G escribieron al respecto, dándole un merecido homenaje a la institución del PUB (Public House) con su canción “Visiten nuestro bar”. A diferencia de ellos yo no voy a pedir que visiten el mío, la experiencia me ha enseñado que lo que es una joya para uno suele ser una cáscara de plátano para otros. Aún así dedico la introducción de esta entrada a la sangre de mis fines de semana, mi recientemente reaperturado Bierhaus.

Mi segundo hogar no penetró mi vida con la facilidad que algunos podrían suponer (así es, tuvo que aplicar alguna técnica absurda como la de “la cabecita nomás”). Caí en ese montón de bancos y mesas de madera un domingo inusual, en plena avalancha de licor y celebración por un mediocre empate de la selección peruana. Me ofrecieron trabajo casi inmediatamente y en mi estado de ebria fanfarronería acepté y derroché mi número. Trabajé durante un par de años entre salidas y retornos, igual que una pareja que va y viene sabiendo que se pertenecen pero insistiendo en probar su barco a la deriva. Tengo los más gratos recuerdos y recibí algunas de las lecciones de vida más eficientes de esa barra apolillada y del aroma a tabaco que vive impregnado en sus paredes. No existe noche en la que yo no abandone cualquier discoteca “X” para volver al bar que telequinéticamente me llama, ese antro que en cuestión de farra me vio nacer. Tengo un rincón sobre el escenario que me pertenece, un asiento inventado sobre un parlante negro del cual observo lo que sucede en mi reino y decido hacia que lado direccionar el resto de mi noche. Cuando lo cerraron me di cuenta que no habían cerrado un bar cualquiera, no era pues una mera cuestión de trámite municipal, era un disparo directo y premeditado a la esquina más inoportuna de mi corazón.

Caí en cuenta que todos tienen su local, sus joyas únicas y propias, sus segundos hogares. Esto tiene diversas variaciones y puede reflejarse en algunos de los lugares que mencionaré y que alguien reconocerá como suyos también. El espacio más insignificante y vergonzoso llega a representar también un trono de reyes pasajeros. El baño maneja una combinación de obligada asistencia y extraño confort que no todos aceptan al aire pero que gozan en privado. No me refiero a la comunidad de baños en general, sino a ese en particular que todos tenemos en los lugares más insólitos.

La Universidad de Lima tiene 2 baños por cada piso de los más de 30 que deben haber sumando los de todos los edificios de las facultades, una formidable suma de 60 baños con 3 asientos cada uno. Yo escogí (o quizá él me escogió) uno de los 3 WC del baño de hombres del primer piso de la biblioteca como mi centro de reflexión silenciosa. Ahí llego a pasar varios minutos entre clases, asumiendo mi rol de ser humano y descargando aquello que hasta las más idolatradas modelos de pasarela dejan en el backstage. Sé de memoria lo que está escrito en la parte posterior de la puerta, en ese pedazo de madera que puedo admirar y en el que me puedo perder olvidando hasta las manecillas de mi reloj. En esa esquina estoy cómodo y seguro, tanto que algunas de mis ideas para las entradas de este blog provienen justamente de pasar sentado un par de minutos en ese baño.

Siempre que viajo (y lo hago bastante diría yo) experimento una serie de colchones y sabanas, colchas y almohadas que jamás se comparan con lo que tengo en mi cuarto. He pasado noches en hoteles que tienen más estrellas que un cielo serrano y otros que no llegan a completar la punta de su primer astro. No quiero llevar el asunto a números, pero debo haber dormido en un aproximado de 400 camas, no precisamente por que sea yo un gigoló. Hay algo peculiar en mi viejo colchón, que ya se dobla por el centro adaptado a mi figura, algo en esos resortes que roncan conmigo en la mitad de la noche, en las almohadas que absorbieron y expresan mi olor más personal y en la colcha que tiene la medida y peso exacto para no matarme de calor pero poder mantener el frío a una perfecta distancia. Mi cama ofrece lo que para mí representa un santuario del sueño, tanto que cuando duermo en otras camas sueño con la mía y cuando duermo en la mía mantengo mi fidelidad al soñar con ella.

Muchas veces no es tu cama la que representa tu cielo del descanso. Hay personas que encuentran esa comodidad en algún lado de alguna cama de otra persona. En ocasiones he sido infiel con la idea de despertar en el lado izquierdo de la cama de alguna mujer, he luchado contra el destino y mis horarios para encontrar maneras de dejar a mi cama sola por una noche al cambiarla por un retazo de pasión en alguna cama ajena. El cambio de cama es súper saludable porque te demuestra finalmente que todas las camas ofrecen algo interesante, pero ninguna puede retratar los requisitos que la tuya presenta al pasar las 12. No apliquen esto como metáfora al pedir tiempo en alguna relación, alegando que el cambio de pareja te hará sentir más por la mujer a la que le pides un tiempo; las cachetadas tienden a doler.

Durante una época loca de mi vida viví en Guayaquil-Ecuador. Era un mochilero de alma y traté la vida por otro lugar, conociendo así la playa de Montañita. Tengo en el recuerdo un atrapasueños colgado de un lado de la calle al otro, de un hotel de paja y bambú a otro, de una poste de luz repleto de palomas a otro. El pueblo no tiene más de 3 cuadras de magnitud, y sin embargo me genera un corto circuito emocional cada vez que lo piso por primera vez (he ido más de 10 veces llegando incluso a pasar 6 meses viendo sus atardeceres). No sé si es la mezcla de nacionalidades que curiosa por ahí diambula, o si son los espectáculos de fuego que la calle brinda en la noche y en los que en diversas oportunidades me he ganado el almuerzo del día siguiente. Ignoro totalmente por qué el mar es más rico sobre el litoral Montañense, las razones por las que un beso expresa amor en esas arenas y lujuria sin sentido en cualquier otro lugar. La verdad de las cosas es que tampoco quiero entender, prefiero atribuir a Montañita una suerte de magia que nadie podrá quitarle científicamente. Después de todo, si un bebé nace inconscientemente amando a su madre, yo nací amando Montaña instintivamente antes de conocerla.

Tengo algunos sellos en mis pasaportes (el viejo y el nuevo) que podrían causar una envidia saludable en cualquier persona que me cruce. Siento que conozco un poco más de lo que debería (si es que es posible), con respecto a lugares y culturas. Todo parece indicar que mi lugar predilecto es cualquiera menos el mío, pero a veces las evidencias apuntan hacia lo que no es. Existe una jerarquía de lugares en mi vida, una lista que es encabezada por el que me vio nacer y que quisiera me reciba en su tierra cuando muera (como dice el sambo Cavero). Amo Lima con toda la capacidad de amar que me sobra después de considerar que la tengo que compartir con mis padres y la capoeira (mis hermanas y el resto de mi familia se han de sentir atacadas por la falta de inclusión en este comentario, la verdad es que lo hice adrede). Las últimas 2 horas antes de retornar a mi ciudad son siempre las más largas de mis viajes. La familiaridad de su clima y el reconfortante acento urbano que aquí encuentro llenan mi pecho de aire y de respeto hacia los que fundaron lo que es hoy en día el lugar más importante de mi vida. Puedo particularizar más la cosa y decir que AMO también mi distrito, Miraflores. La helada brisa marina del invierno y la cercanía de mi segundo hogar (Bierhaus) muchas veces me han dado sonrisas que ni la playa más calurosa de Río de Janeiro me pudo hurtar. Cruzar el parque Kennedy un domingo por la tarde me hace caer en cuenta que estoy contento donde estoy y que el mundo puede ofrecerme un sinfín de ciudades para vivir, pero que ninguna me va a satisfacer como mi Lima querida, a la que siempre quiero regresar y regreso.