lunes, 10 de noviembre de 2014

PERFECCIONES

Eran miles las imágenes que pasaban por mi cabeza cuando me encontraba enjaulado, sin posibilidades de hacerme del título por el que tanto me había peleado con las lesiones de mi cuerpo. Veía las campanadas, los escudos, las coronas; todo metido en una licuadora cuyo contenido iba a parar, sin escala alguna, en el desagüe. Por el costado podía divisar cómo la ventaja que me tenían le daba más forma a mi frustración, mientras yo, con los brazos muertos de tanto desentornillar lo inamovible, auguraba una muerte quizá mayor.

El tres de noviembre, alrededor de las ocho de la noche, dentro de esa jaula murió “La Perfección”. Luego de una temporada casi perfecta, de una línea limpia de desempates y cortes por todo el cuerpo, esa cuyera se transformaba en el ataúd de mi deseo, en el fin de mi ilusión. Cada paso que yo no daba y que cincelaba el nombre de otra persona sobre la piedra que yo había cargado hasta ese lugar, hacía que mis mil y un ensayos e intentos por perfeccionar mis técnicas y formas, se encontraran con un inevitable apocalipsis.

Cuando sonó la campana que tanto había sido mía, que me fue infiel en pocas oportunidades, lo que yo oía era el inicio de mi marcha fúnebre. Estuvieron presentes mis tres maneras de atar nudos, mis escupitajos a las tuercas para que rueden, mi pierna arriba en los delfines, mis saltos de los andamios y muchos deudos más. Todos lloraban por dentro, pues ellos también habían soñado con la gloria, con el pago al esfuerzo, con la consagración de lo inevitable, con lo que en posesión ajena asesinaba un pedazo de mí.

Pero el destino así lo quiso, deseó que muriera ahí, frente a los que tenían por seguro que ese día nada iba a acabar. Así como el boxeador que se prepara meses y cae en el primer minuto del primer round, como la bala mata al soldado en pleno ensayo de tiro, así como se hundió el Titanic; murió “La Perfección”. Hoy, lejos de tratar de resucitarla, de tratar de juntar los pedazos y armarla nuevamente, he optado por caminar y olvidarme que en algún momento existió. No sirve de nada llorar, las lágrimas son agua salada y solo sirven para mojar el rostro, mas no para recuperar lo perdido.

Por eso ahora no quiero nada, no sueño con nada, no aspiro a nada. Soy en este momento una bandera sin color que no flamea, un escudo sin relleno que no representa, un nombre sin letras que no tiene inscripción. Ya no quiero reconocimientos, no añoro glorias, no espero que se reconozca nada de lo que pueda lograr. Murió “La Perfección” y en su acta de defunción firmé también el fin de mis deseos competitivos, de mis esperanzas de temporadas, de todo. Murió “La Perfección” y la enterré con un pedazo de mi vida; uno que creía en el bien, que defendía derechos, que cumplía con deberes. Murió “La Perfección” y nació alguien que no espera nada a cambio de lo que haga, que va a pelear por coleccionar campanas, y nada más. Murió “La Perfección” y nació “El Mercenario”.

Veamos en qué termina esta nueva etapa; acaba de comenzar.


jueves, 30 de octubre de 2014

GENTES

Todavía recuerdo mi primer mes compitiendo al aire; fue un solo de raspones y golpes que iban acompañados siempre de las más grandes ganas de resaltar, a nivel competitivo. Y la verdad que no me iba para nada mal. Logré avanzar a pasos agigantados, siempre a punta de esfuerzo y pocos reparos. Pero acompañando esa ola de logros personales, estaba una ligera frustración que, en ocasiones, no me dejaba dormir tranquilo. Su nombre; Mario Irivarren.

Durante el transcurso de mi atolondrada vida, he pasado por cuanto deporte o ejercicio se le pueda ocurrir al ser humano. Desde el colegio, pasando por la universidad y demás espacios, la actividad física siempre fue algo que me acompañó, como Sancho Panza al Quijote. Y es que, sin ánimos de sembrar flores en mi propio jardín, siempre tuve cierta facilidad para sobresalir en temas de desenvolvimiento físico. Por eso, cuando me topé con Mario, entré en un remolino de autocuestionamientos y sorpresas.

Nunca nadie me había ganado tanto como él. Ni con los guantes puestos, ni saltando por los aires, ni con distintas raquetas en mano; la paliza que me propició ese menudo individuo fue tremenda. No entendía cómo alguien, siete años menor que yo, podía siempre salir vencedor de los escuetos encuentros que teníamos. Cada salto, cada corrida, cada colgada; Mario siempre estaba un paso más adelante, demostrándome de a pocos por qué tenía su puesto tan consagrado en el programa. Entonces, así como se le enciende un foco en la cabeza a una caricatura, entendí la razón por la que todo se daba como se dio: Mario no es cualquier persona, Mario es gente.

Te puedes topar con deportistas excelentes, seres casi mitológicos que con un solo braceo pueden tumbar paredes y cruzar campos enteros a punta de solo un par de zancadas. Pero lo que no abunda en este mundo, sobre todo en este país, son personas que califiquen como gente. Desde que lo conocí, él era eso y mucho más. Detrás de esos rulos doblegados a la fuerza, la ósea apariencia que fue abandonando, de su voz aguardientosa, Irivarren escondía (sin mucho éxito) un enorme corazón y una sistemática voluntad de hacer las cosas bien. Y es que, desde siempre, su ímpetu por avanzar pegado a la línea de lo correcto ha sido, sin lugar a dudas, el GPS de su vida.

No abundan los veinteañeros que busquen mantener la cordura ante los extremos de la vida y se aferren a las normas morales del vivir como gente. Sin embargo, y a pesar de no haber sido sonreído por el mundo en algún momento, Mario deslumbra honestidad, valor, perseverancia y una lista de valores tan grande que solo hacen que este texto se alargue sin llegar a un final. Por eso, cuando llego al canal y me topo con su ausencia, no puedo evitar sentir una profunda pena. Él es figura, es imagen, es la descripción de esfuerzo hecha persona. Irivarren es un ejemplo de lo que se puede hacer si uno se dedica, si uno explota sus capacidades, si uno le dice que no a la maldad y busca siempre el camino correcto hacia la casa de la abuelita; si uno es gente.

Es injusto lo que el destino te deparó en este momento, no le encuentro lógica. Si tan solo el salto hubiese sido más corto, más largo, menos alto, más medido; no sé. Trato de buscar una explicación, como quien intenta sacar jugo de una fruta seca, pero no triunfo. Te diría tantas cosas, tantas frases cliché que seguro ya te dijeron, tanto discurso de fe que jamás me creerías. Pero te conozco, sé que lo vas a recibir bien por fuera, pero que por dentro solo lo vas a tomar como un acto de amistad. Entiendo cómo piensas, sé de tus creencias y las veo tan parecidas a las mías que, con ánimos de colaborar, te diré lo que quizá quisiera escuchar yo.

No va a ser fácil, no va a ser rápido, no va a ser divertido. El tiempo que te toque estar fuera, vas a sufrir, va a doler, vas a sentir que el mundo te desprecia. Tú y yo sabemos que, en conclusión, es así. La vida no está hecha para que la pasemos montados en un carro alegórico de rosas. Pero lo que sí es verdad, es que todos pasamos por momentos que nos dan dos opciones; aprender o simplemente llorar.

Usa este tiempo para pensar, para distraerte, para leer buenos libros (ya pronto te llevaré uno). Aprovecha para analizar todo lo que normalmente dejamos pasar por vivir a la velocidad que la modernidad dicta. Usa esto como algo a lo que le puedes exprimir una lección, no sobre lo que pasó, sino sobre lo que viene aún. Tienes mucho más camino por delante que por detrás, píntalo bien, adoquínalo correctamente y hazlo como solo tú lo sabes hacer. Mario, no eres de los que se tira para atrás, de los que abandona, de los que no son gente. Tú brillas porque aprendiste que hay que hacer luz, y no esperar que rebote de otro lado. No sé cuál es la lección que puedas sacar de lo que se viene, pero sé que vas a encontrar la manera de hacer luz, porque eres gente, y la gente como tú sabe salir de donde sea.



lunes, 13 de octubre de 2014

CANCIONES

Eran las 11 de la mañana y yo montaba mi bicicleta hacia el gimnasio, con los audífonos engrapados a las orejas. La música movía los pedales, se trasladaba por mi cuerpo y asía el timón, tomando las riendas de la dirección de mi camino. Yo, sin poder esconder la felicidad que me evocaba la canción, cantaba por dentro la letra, que por supuesto sabía de memoria. Juro que más de uno me debe haber visto, preguntándose cuál era la canción que me motivaba tanto. Grande hubiese sido su sorpresa al enterarse que se trataba de algo tan absurdo como “El Gato Volador”.

Cada época de nuestras vidas está marcada por un ritmo en especial, a veces incluso por un artista o banda; los más específicos pueden hasta resumirlo todo en una canción. Tal como si se tratase de una película, muchos de nuestros momentos más memorables se encuentran armados sobre un fondo melódico que, de irrumpir en nuestros oídos, traerá consigo un interminable número de imágenes que despertarán en nosotros la más cordial de las añoranzas. Incluso si el recuerdo es negativo, las canciones tienden a armar cómodas atmósferas que transforman, sin mucho trabajo, las tristezas de antaño en sonrisas.

Recuerdo la primera vez que me rechazaron, que negaron el sujetar de mi mano, que una chica que había alimentado mis esperanzas decidió darles algo envenenado de comer. “Crazy” de “Aerosmith” estaba tocando y yo estaba seguro de que nada podía fallar. Por ahí por la mitad del coro me lancé con todo y antes del final de la canción ya estaba nuevamente acompañado por mi soledad. Cada que oigo esa canción, me acuerdo de ese Ernesto, inocente y crédulo, parado solo en una pista de baile, rodeado por parejas que habían recibido un sí como respuesta. No le tengo pena, todo lo contrario, agradezco que se haya recibido una bala por mí.

Y si seguimos hablando de primeras veces, tengo en la punta de la lengua un disco en particular de una banda peruana que ya no existe más como yo la conocí en ese momento. Recuerdo el momento exacto en el que presioné “play” y comencé a temblar, actuando como si supiese exactamente lo que estaba haciendo. Tengo grabado el orden de las canciones porque son parte importante del “soundtrack” de mi vida, porque me acompañaron en una travesía corporal que desconocía por completo, porque me tendieron la mano mientras yo cruzaba de la teoría a la práctica.

La música es el complemento sensorial de nuestras experiencias, condimenta nuestros oídos mientras sumamos momentos a la ecuación de la vida, nos balancea, nos lleva lejos y nos trae de vuelta. Cada canción de la que te enamoraste trae consigo un cuadro en movimiento, un clip de algo que sucedió contigo, de una emoción pasada, de un rostro no tan olvidado. Si revisas tu lista de reproducción (me refiero a la que jamás renuevas) encontrarás tu historia relatada a través de la voz de distintos cantantes, en los acordes de guitarras extrañas, en notas ajenas que sin permiso te apropiaste para catalogar y guardar tus lágrimas y sonrisas. Incluso ahora, mientras lees esto, hay algo sucediendo en tu vida que va a quedar sujeto a una melodía en particular.

Hoy el ambiente musical me es demasiado ajeno, pero es normal. Las canciones que suenan actualmente no me van a traer recuerdos porque están ligadas a experiencias que recién estoy teniendo, a gente que aún no he conocido, a momentos que están esperando mi aparición. Quizá luego de unos años, cuando me encuentre nuevamente montando bicicleta al ritmo de un odiado y obsoleto reggaetón de antaño, las melodías de hoy me harán revivir esta etapa. Confieso que no soy muy amante de lo que hoy suena en la radio pero, para recordar tu pasado, todas las herramientas valen y gustan. Quizá ahora no las acepte por sus deficiencias gramaticales, por sus temáticas absurdas, pero luego de un par de arrugas aprenderé a quererlas no por lo que dicen, sino por lo que representan.

Hoy la música manejó mi bicicleta y me llevó, no por la calle, sino por el sendero del pasado, mientras me iba mostrando errores y aciertos, sin discriminación. Me aislé del mundo real para dar un salto temporal hacia lo que ya no existe, reviviendo algunos pasos importantes y otros de menor relevancia. Sin mayor tecnología, viajé en reversa por el calendario y fui, una vez más, testigo de la montaña rusa de existencia que he tenido, con cuentos de la cripta, ciguapas, viernes sangrientos, trenes al sur, bares visitados, patos y patas. Hoy, a través de mis oídos, sonreí con el alma y la dejé bailar de emoción sobre lo escrito, imaginando con alegría lo que falta aún escribir. No tengo claro qué será lo que aún falta plasmar sobre las hojas de mi libro, pero lo que sí sé, es que seguramente va a ser sobre pentagramas.  

martes, 2 de septiembre de 2014

PICHICATAS

Cuando recién levanté mi primera pesa, en un gimnasio en el que había comenzado a trabajar, me aburrí en demasía. Lo único que había cargado, hasta el momento, había sido mi televisor. La verdad es que ya desde el segundo día comencé a flojear. El problema es que entrenaba con un amigo que tenía tantas ganas de hacerlo que me obligaba. Pasó un mes, vi un ligero resultado y quedé prendido; no del deporte, sino de lo que iba logrando.

Me entró tal curiosidad por el mundo del desarrollo muscular que hasta me metí a estudiar musculación y fitness en la Federación de Fisicoculturismo. Ahí aprendí de rutinas, de grupos musculares, de ejercicios, de nutrición y, por supuesto, de esteroides anabólicos. Debo confesar que había jugado con la posibilidad de probarlos. Y es que me resultaba tan envidiable la manera cómo algunas personas simplemente explotaban en musculatura por el solo hecho de sentarse sobre un par de agujas. Modelos, deportistas amateurs, deportistas profesionales, los esteroides están por todos lados y, a uno que entrena con ganas, simplemente le da rabia ver que los demás se desarrollen mejor. Sin embargo, y contra todo pronóstico, lo que aprendí en la Federación ayudó a mantenerme alejado.

Pero al pasar de los años, el bicho de la curiosidad se mantuvo vivo, agazapado en un rincón, siempre volviendo para realizar alguna sugerencia. Lo curioso es que, ya teniendo todo el conocimiento lógico y científico (resultado de mis clases), yo aún podía considerar la posibilidad de mandar todo a la basura y simplemente dejarme llevar por el mundo de la pichicata. La última vez que lo consideré fue cuando terminé el Budweiser Festival.

Fue un mes intenso de trabajo por la mañana y la tarde-noche. Viví a punta de sanguchitos, chorizos y pizzas, dormí poco y, cuando lo hacía, soñaba con ir al gimnasio. Mi cuerpo, obviamente, fue mutando y adoptando la forma de un ser sedentario, fofo y sin gracia muscular. Queda claro que terminó el Mundial de fútbol y yo parecía un jamón navideño. Cuando no estás acostumbrado a verte mal, esto puede resultar sumamente frustrante. Inmediatamente vino la pregunta, ¿cómo me saco esto de encima lo más rápido posible?

Entenderá el lector que la manera más fácil y que da mejores resultados era, obviamente, la angelical aguja de esteroides. Pero, y eso es algo que se aplica a todo en la vida, lo que ganas muy rápido tiende a desaparecer con la misma velocidad. Fiel a mi principio de comer bien y mantenerme alejado de todo tipo de drogas, me la jugué por lo sano. La pichicata se desarrolló con fines médicos que no tienen nada que ver con su uso estético. Sí, hay deportes en donde uno puede ver que, evidentemente, es utilizada; pero yo, un simple mortal que no busca más que verse bien, ¿para qué la iba a usar?

Así me dediqué a entrenar, a comer bien, a suplementarme bien y, claro, a pensar en esteroides. Poco a poco fui moldeándome, saliendo de la figura redonda que había adoptado y logrando restablecer mi capacidad atlética. Me mantuve firme en mi decisión de no drogarme ni de tomar el camino corto. Sufrí viéndome al espejo y reconociendo que jamás iba a ser como los que aparecen en las portadas de revistas de musculación, entendiendo que los abdominales de esas páginas no iban a ser posibles en mí, por mi genética y demás factores. Es verdad, hasta el final consideré la aguja salvadora, pero soy terco, y lo que decido es siempre final.

Hoy no estoy como quisiera, no tengo la figura de un ser mitológico y sé que jamás llegaré a parecerme a Rambo o alguno de mis héroes del cine Hollywoodense. No voy a ser musculoso, no voy a ser definido, pero voy a ser yo. Seré el resultado de lo que mi cuerpo pueda lograr, de lo que mi voluntad permita y mi esfuerzo empuje. No llegaré a la cima de la admiración estética, pero sabré que lo hice con coraje y convicción, lejos de los facilismos que pasan factura, lejos de substancias ilegales, lejos de todo. Quizá no vaya a ser todo lo que hubiese querido ser, pero seré yo, en mi máximo esplendor, y eso es suficiente.


(Adjunto una foto de cuando terminó el Budweiser Festival comparada a una de hace un par de días. Hay un cambio, ligero, pero mío.)


martes, 15 de julio de 2014

AFEITADAS

Acabo de ver una película en la que el personaje principal, un sujeto totalmente adaptado a la vida urbana tradicional, se aleja de a pocos de su burbuja de comodidad y emprende una serie de viajes sin sentido que terminan siendo más educativos que cualquier formación académica. Así, mientras más se dejaba llevar por la colina de la vida, más iba estirándose su sonrisa, despeinándose su cabello y, principalmente, creciéndole la barba.

Cuando me afeito, encerrado en el baño y alejado siempre de cualquier mirada, siento que me quito de encima el espíritu joven del pasado que a empujones busca retomar mi rostro. Cada vello que asesino se lleva consigo un pedazo de la esperanza de retomar la rienda de la vida sin riendas que tanto tiempo moldeó mi dispersa existencia. Y es que la barba mal llevada, descuidada, cuyo destino ha sido relegado al libre albedrío de la naturaleza, no es sinónimo de persona ubicada.

Hubo una época en la que mi rostro se cubría de pelos y mis ojos no se inmutaban. Cada viaje dotaba de sabios vellos mi mentón y mis mejillas, cada persona que conocía, cada frustración y alegría, cada crepúsculo, cada amanecer, todo parecía impregnarse sobre mí y crecer mutado en lo que en ese entonces cubría mi cara. Hoy me afeito sistemáticamente, pero en ese entonces no quería saber de sistemas.

No puedo evitar rasurarme con melancolía, viendo cómo destruyo mi expresión de libertad con el fin de apegarme a un ideal de limpieza y orden. Cuando me veo en el espejo, talando poco a poco la imagen de mi pasado para plasmar la del futuro, siento cómo una pequeña réplica de mí pierde la sonrisa y se resigna a aceptar que el presente me dominó. Cada vez que aborto el nuevo crecimiento de una barba potencial, el reflejo del espejo me grita en silencio que me entregué, que lejos están los viajes de mochila, que no me crecerá más el pelo mientras me muevo de un destino a otro, que mi vida ya se acomodó.

Así, con cada pasada de la máquina de afeitar, recuerdo que mi bigote disparejo y el candado que jamás pude cerrar son imágenes de otra realidad; de una más libre, despreocupada, absurda, graciosa y vencida. Atrás quedaron los días del look de náufrago, con la mirada distraída y la cara sucia; las horas de viajes y trámites migratorios en fronteras terrestres; los momentos de monedas y ningún billete en la mano.

Y aunque no tengo sustento como para armar una queja, tengo una media sonrisa que evoca los días en los que jamás gastaría en una rasuradora. Quizá por eso me cuesta mirarme al espejo mientras lo hago en silencio y escondido, como para que no me descubra ni yo mismo. Quizá nunca me acostumbre a matar día a día al Ernesto del pasado para darle constante pase al Ernesto del futuro. Quizá por eso, cuando me afeito, siempre dejo uno que otro vello escondido y listo como para crecer agazapado, por si algún día decido escapar del orden y regresar a la incertidumbre de una vida libre, desatada y, cómo no, barbudamente feliz.


jueves, 1 de mayo de 2014

SOLTERAS

La voz de Tilsa y el soporte ideológico (si es que hay algo de eso ahí) de Las Vengadoras dice mucho más que “soy soltera y hago lo que quiero”. El tema refleja un curioso momento en el que el despecho cobró protagonismo y salió del clóset. Mientras que antes, hasta donde recuerdo haber oído, ser despechado significaba estar dolido y actuar de forma infantil y engreída; hoy, por el contrario, es digno de alarde e imitación.

Es curioso ver a todas las mujeres de un espacio nocturno soltar sus cabellos y desenfrenarse ante la canción de una sola estrofa. Saltan, se mueven como electrocutadas, gritan y entran en complicidad durante los minutos en que se repiten las mismas palabras. Son tan evidentes las ganas de hacer sentir que la soltería es mejor, que dejan entrever claramente que extrañan el noviazgo. Y es que el despecho no es más que el reflejo al fin de una relación que fue terminada desde el otro lado.

Antes decían: “Si terminaron contigo, ponte más linda”. Hoy sería algo así como: “Si terminaron contigo, vuélvete loca”. Mientras más escándalo hagas al pie de la letra, más estarás triunfando como reciente miembro  del Club de los Desparejados. Es un club en el que la mitad está enlistado en contra de su voluntad, pero que goza (o por lo menos quiere hacer notar que lo hace) regocijándose del título que tienen.

El despecho ya no es un defecto, todo lo contrario, es parte del camino común del fin de una pareja. Ya no es posible terminar en buenos términos y avanzar callados. Hoy, la finalización del contrato amoroso siempre deja a uno de los dos, casi por cláusula legal, dolido al punto de querer declarar al mundo que no lo está. Es decir, agazapa sus verdaderos sentimientos y sale a todas luces a gritar con la boca lo que el corazón no siente, rezando que el ruido retorne de chanfle y se vuelva realidad.

Si a mí me preguntan, creo que lo mejor es aceptar, distraer y seguir. De nada sirve hacer que todos se enteren que estás bien por fuera si por dentro el corazón implosiona y la verdad se come, de a poquitos, cada pedazo de salud mental que te va quedando. Aceptar el nuevo rumbo es abrirle la puerta a las infinitas posibilidades que la vida te tiene guardadas. La distracción implica dedicarte a las actividades que, por cuestiones de tiempo, tuviste relegadas al último minuto de tus días. Y seguir, pues seguir implica simplemente poner el siguiente pie adelante, y viceversa.

No te critico si bailas al son de las vengadoras, si quieres demostrar todo sin mostrar nada, si lloras cuando se te va el alcohol y entra la resaca. Este blog no es de auto ayuda, no soluciona nunca nada; lo que hace es simplemente recoger lo que se me ocurre y transmitirlo, como para ver si ustedes y yo pensamos parecido. No soy viejo, pero he aprendido con los (d)años que uno se conoce más a sí mismo cuando menos contacto tiene con otras personas. Quizá la soltería no sea una maldición, quizá sea una oportunidad de introspección, quizá sirva para dedicarse a uno, no sé, quizá.

Así que bájale el volumen al radio y súbele las ganas a tu vida. Aprovecha tus espacios recuperados para llenarlos, tú mismo, con actividades propias y sueños truncados. No busques gastar tu tiempo armando una campaña de marketing de una situación por la que no estás pasando. Sécate las lágrimas del “after party” y recoge tu vida de a pocos, levanta tus ilusiones del suelo y realmente haz lo que siempre has querido hacer. Quizá ahí, cuando estés comenzando a reemprender tus sueños, cuando tomes las riendas de todos los ámbitos de tu vida y tu fractura sentimental quede atrás, podrás realmente decir que estás soltera y haciendo lo que más quieres.

domingo, 13 de abril de 2014

QUERERES

Quiero que me conozcan, que sepan que estudié letras porque los números siempre me fueron fáciles, porque mi infancia fue numérica, porque mi viejo es ingeniero. Quiero que me conozcan, que se enteren de mi prolongado sueño, de mi insaciable hambre, de mis ganas de siempre saber más. Quiero que me conozcan, porque de lo contrario no me van a entender.

Quiero que me conozcan, pero no quiero que se enteren que ronco. No me interesa que sepan que me sudan las manos, que cada vez tengo menos cabello, que tengo tendencia a engordar. Quiero que me conozcan, pero si pudiese al mismo tiempo ocultar que no sé combinar mi ropa, sería genial.

Quiero que me conozcan, que me vean y sepan quién soy, qué hago, cómo lo hago y por qué me sale bien. Quiero que me conozcan, pero también quiero poder salir caminando a comer un helado y disfrutar la falta de miradas sobre mí. Quiero poder tomar una foto en medio de una multitud y no afectar el ambiente con la luz que pueda destellar de mi nombre. Quiero que me conozcan porque quiero causar un impacto, pero también quiero reservarme el derecho a impactar cuando tenga ganas.

Quiero que me conozcan, que mi paso por la tierra deje una estela que para algunos signifique que hubo un antes y un después de Ernesto. Quiero que me conozcan, plantando un ejemplo que sirva de incentivo para que otros también lo quieran plantar. Quiero que me conozcan, porque si no lo hacen, hasta el más triunfal de mis logros quedará sepultado por mi anonimato. Quiero que me conozcan, porque quiero que me recuerdes tú.

Quiero que me conozcan, que sepan que me gradué entre elogios y platillos, que vean en mi lista de trabajos mi capacidad de adaptación, que entiendan que no por nada me senté siempre al frente del salón. Quiero que me conozcan, pero no quiero que se enteren que escribí poesía toda mi adolescencia porque viví enamorado del amor.

Quiero que sepan lo suficiente de mí como para generar interés, pero quiero guardarme algunas arrugas y defectos para llevar conmigo a la tumba. Quiero que me vean con curiosidad, con deseos de informarse sobre mis proyectos, pero también quiero que mis planes personales se diluyan del interés público, que nadie piense en mi día a día, que no quieran saber de mi hogar.

Pero entre quereres y querellas, lo mío y lo suyo, lo que va adentro y afuera, me vuelvo a confundir. Quiero que me conozcan, pero no si al conocerme tanto, y en un intento por guardar algo para mí, termino convirtiéndome en quien que no soy. Quiero que me conozcan, pero no si de mi exposición no va a salir algo positivo para los demás. Quiero que me conozcan, pero quiero poder andar tranquilo y perderme en mi soledad. Quiero que me conozcan, pero también quiero que, por momentos, me puedan olvidar.


sábado, 15 de febrero de 2014

AMPAYADOS

(Entiendo que no todo es color de rosas, pero suelto esto a modo de curiosa reflexión)

Cuando pequeño, “ampay Ernesto” significaba que el juego había terminado. Ser ampayado implicaba detenerse y aceptar que ya no estabas escondido, que tu ubicación no había resultado ser tan secreta, que alguien había visto tu zapatilla asomarse por detrás de un muro y perdías la partida. En ocasiones, si eras lo suficientemente ágil y certero, podías abrirte camino hacia la barrera y gritar, consagrando tu éxito, un glorioso “ampay me salvo”; logrando mantenerte en el juego una pasada más. Pero en el fondo, tarde o temprano alguien te descubría y todo llegaba a su fin.

Hoy por hoy, el ampay de los grandes no le da fin a nada; todo lo contrario, marca el comienzo de un sinfín de eventos y declaraciones que pueden disparar a cualquiera a la punta del prime time. La sociedad está más hambrienta de saber qué te descubrieron haciendo y con quién, que de enterarse de tus próximos proyectos profesionales. Y es que el círculo mediático del Perú le ha puesto un precio mayor a una foto de discoteca que a una de un actor ensayando una obra de teatro que aún no se estrena.

Ser ampayado es un ritual de iniciación para formar parte de la farándula nacional. Antes de ser descubierto de la mano de una reconocida figura (si es que nadie te conoce) o una fulana sin currículum artístico (si es que ya perteneces a algún medio); tu vida laboral puede ser relativamente tranquila. Una vez que el ampay te pone en la boca del lobo, que periódicos y programas de chismes se pelean por tus primeras palabras, que tu cara resulta más conocida que la del primer ministro de la nación; tus honorarios profesionales aumentan de precio y la gente se muere por verte sobre un escenario.

En algún momento, las fotos de los ampays requerían de una cuidadosa edición para salvar la imagen de la oscuridad en la que normalmente se encontraba. Los sujetos se las ingeniaban para retratar la situación, a pesar de la noche y las sombras de los ambientes por los que las figuras se escurrían. Hoy, las situaciones se dan a plena luz del día, en estacionamientos con envidiable iluminación, en la puerta de concurridos y famosos lugares. Ya nadie se esconde, la situación ha demostrado ser tan rentable que, hacerle la vida difícil al fotógrafo, puede resultar en un par de shows menos un fin de semana.

Y es que parece ser casi una comprobada fórmula matemática. Si estás en el medio, a mayor número de ampays, más chamba. No sólo eso, si tus portadas o fotos nocturnas resultan ser con distintas personas, más cuesta tu presencia en un evento. Ya no se trata de la calidad profesional que puedas ser, de tu formación artístico/académica, de tu trayectoria. Hoy en día, si eres más tramposo, juerguero, escandaloso y polémico; vales más para los medios de comunicación y, como resultado directo, para la gente.

Parece como si el juego hubiese cambiado de reglas; tanto mejora tu vida cuanto te ampayan que, casi casi, cuando te toman la foto, te están diciendo: “Ampay te salvo”. Y es que, efectivamente, un ampay puede rescatar del fondo del océano la decrépita carrera de un artista fuera de momento, puede lanzar al estrellato a una persona que tenga como único don ser relativamente agraciada al ojo común, puede traducirse en unos cuantos fajos de verdes.

Entonces; todo parece indicar que resulta mucho más complicado atraer la atención pública si te mantienes al pie de la letra. Si de mí dependiese redactar un manual para llegar a la fama en el Perú, el capítulo más elaborado sería el de “¿cómo generar tu primer ampay?”. Y es que tienes que ser arpía, tener los ojos hambrientos de miradas, el alma preparada para el juego y las rodillas listas para ensuciarse. Si eres de los que juega limpio, se dedica a buscar mejoras en su desempeño artístico/laboral y esquiva el escándalo nacional; podría parecer que tienes como destino jugar eternamente a las escondidas… Eso sí, sin que nadie te encuentre.



jueves, 9 de enero de 2014

MADRES

Cuando naces no escoges a dónde te toca caer; es al azar. Eres un boleto de lotería y alguien se la ha jugado por ti, apostando llevarte dentro durante 9 meses, con la esperanza de recibirte y ganar un mundo nuevo. Y así es que; aunque resulte increíble, esa persona que te carga durante el tiempo de gestación, aún sin conocerte personalmente, te regala su corazón entero y pone a tu disposición la intranquilidad del resto de sus días. Puedes nacer, crecer, reproducirte y llegar a la vejez; pero tu madre siempre andará preocupada con que no te suene el estómago.

Yo salí premiado con los padres a los que me tocó intranquilizar. Si hago un recuento de las peripecias y resbalones de los capítulos del libro de mi vida, ellos siempre han sido pilares de apoyo y rescatistas sumamente alertas que constantemente han saltado del barco para subirme nuevamente a bordo. De ellos aprendí a través de lecciones verbales, errores visibles y experiencias compartidas; y por eso les estaré eternamente agradecido.

Aún recuerdo cuando acompañaba a mi mamá a comprar al mercado. Yo era en ese entonces mucho más bajo que ella, y tenía que apresurarme para caminar a su lado. Ella siempre fue de pasos rápidos y decididos, herencia que ha hecho que muchas chicas me recriminen la corrida. Sin embargo, es a raíz de esa velocidad y determinación que yo resulté ser una persona sumamente activa; jamás quedándome parado y siempre buscando sobresalir del andar adecuado y lerdo que a veces adoptan las muchedumbres. Hoy soy significativamente más alto, tengo más desarrollada la capacidad física y mis extremidades pueden abarcar distancias mayores; pero me contenta el comprobar que sostenemos la misma velocidad al caminar.

Pero más allá de correr sin saltar, mi madre me enseñó a tomar riesgos. Ella siempre fue de intentar, de buscar, de adaptarse al cambio que la vida muchas veces presenta como posibilidad, pero que todos esquivan por tener miedo a lo que no parece cómodo. Mi mamá es un emblema de fuerza, ha enfrentado situaciones que a muchos mandarían al más oscuro rincón del abandono. Ella no duda en levantar la cabeza y dar pelea a lo que sea que se cruce en su camino; incluyendo, ahora último, uno que otro tuitero.

Yo sonrío cuando la veo porque me encuentro ante una persona que no se cansa de reinventarse. Dentro de su cuadro de defectos y virtudes, siempre encuentra lo necesario como para armar una ecuación que dé como resultado la incursión en un área nueva. Si yo soy multifacético, soñador, determinado y ecléctico, es sin duda por ella. Lo compruebo cuando se despierta y me propone un viaje por carretera, cuando se aventura a entrar a un vehículo de recreación de vuelo espacial, cuando compartimos alitas de pollo y pueden ser de las picantes. Verla es comprobar el origen de las raíces de mi personalidad, de mis virtudes, de mi alma.

Hace poco te vi; comimos, viajamos, conversamos y compramos. Estuvimos de arriba abajo,  compartiendo la presencia de la soledad del otro; sin necesidad muchas veces de decir nada, pero sabiendo que el hecho de estar en el mismo espacio ya hablaba por nosotros. Reviví la encantadora experiencia de ver unidos, después de varios años, el sonido de tu voz y tu presencia física. Te tuve cerca y me reí al ver que los años habían pasado, pero nuestra onda seguía siendo la misma; más nutrida por las experiencias pero aún marcada por los defectos que vamos a tener siempre, y que con los años no dejan de ser graciosos.


Te quiero madre; no porque me calientes la comida, a pesar que ya sé cómo calentarla solo, sino porque, así como siempre vas a tener las ganas maternales de llenarme la panza, yo estoy diseñado para comer lo que sea que cocines. Te quiero porque me inspiras sin tener que darme un consejo disfrazado en una frase cliché, sino porque te veo moverte y entiendo la motivación que debo interpretar como lección. Te quiero, no porque me des la contra sin reparos, sino porque compruebas en mi cara que siempre hay espacio para que me equivoque. Te quiero, no porque te tenga que querer, sino porque viven en mí las ganas obvias e inexplicables de hacerlo.

Y para sumarse a tus virtudes; ERES HINCHA DEL EQUIPO VERDE.