Eran miles las imágenes que pasaban por mi cabeza cuando me
encontraba enjaulado, sin posibilidades de hacerme del título por el que tanto
me había peleado con las lesiones de mi cuerpo. Veía las campanadas, los
escudos, las coronas; todo metido en una licuadora cuyo contenido iba a parar, sin
escala alguna, en el desagüe. Por el costado podía divisar cómo la ventaja que
me tenían le daba más forma a mi frustración, mientras yo, con los brazos
muertos de tanto desentornillar lo inamovible, auguraba una muerte quizá mayor.
El tres de noviembre, alrededor de las ocho de la noche,
dentro de esa jaula murió “La Perfección”. Luego de una temporada casi
perfecta, de una línea limpia de desempates y cortes por todo el cuerpo, esa
cuyera se transformaba en el ataúd de mi deseo, en el fin de mi ilusión. Cada
paso que yo no daba y que cincelaba el nombre de otra persona sobre la piedra
que yo había cargado hasta ese lugar, hacía que mis mil y un ensayos e intentos
por perfeccionar mis técnicas y formas, se encontraran con un inevitable
apocalipsis.
Cuando sonó la campana que tanto había sido mía, que me fue
infiel en pocas oportunidades, lo que yo oía era el inicio de mi marcha
fúnebre. Estuvieron presentes mis tres maneras de atar nudos, mis escupitajos a
las tuercas para que rueden, mi pierna arriba en los delfines, mis saltos de
los andamios y muchos deudos más. Todos lloraban por dentro, pues ellos también
habían soñado con la gloria, con el pago al esfuerzo, con la consagración de lo
inevitable, con lo que en posesión ajena asesinaba un pedazo de mí.
Pero el destino así lo quiso, deseó que muriera ahí, frente
a los que tenían por seguro que ese día nada iba a acabar. Así como el boxeador
que se prepara meses y cae en el primer minuto del primer round, como la bala
mata al soldado en pleno ensayo de tiro, así como se hundió el Titanic; murió “La
Perfección”. Hoy, lejos de tratar de resucitarla, de tratar de juntar los
pedazos y armarla nuevamente, he optado por caminar y olvidarme que en algún
momento existió. No sirve de nada llorar, las lágrimas son agua salada y solo
sirven para mojar el rostro, mas no para recuperar lo perdido.
Por eso ahora no quiero nada, no sueño con nada, no aspiro a
nada. Soy en este momento una bandera sin color que no flamea, un escudo sin
relleno que no representa, un nombre sin letras que no tiene inscripción. Ya no
quiero reconocimientos, no añoro glorias, no espero que se reconozca nada de lo
que pueda lograr. Murió “La Perfección” y en su acta de defunción firmé también
el fin de mis deseos competitivos, de mis esperanzas de temporadas, de todo. Murió
“La Perfección” y la enterré con un pedazo de mi vida; uno que creía en el
bien, que defendía derechos, que cumplía con deberes. Murió “La Perfección” y
nació alguien que no espera nada a cambio de lo que haga, que va a pelear por
coleccionar campanas, y nada más. Murió “La Perfección” y nació “El Mercenario”.
Veamos en qué termina esta nueva etapa; acaba de comenzar.