Cuando las caídas de sol hollywoodenses se hacen
reiterativas sobre el horizonte limeño, cuando el calor agobia los cuellos y
marca de sudor nuestras rutinas, cuando el astro pinta la piel con brocha
marrón al que lo busca; cuando Lima quema, los limeñitos salen en busca de Las
Asias.
Y así emprenden travesías en línea recta, haciendo paradas
en estaciones de servicio para, más que buscar combustible, comprar agua y
energizantes. Con los lentes de sol más presentes que el cinturón de seguridad,
los limeñitos pasan los cien kilómetros por hora, con la música presagiando lo
que la noche presentará en sus islas privadas. Tantos granos de arena separan
Lima de Las Asias que resulta increíble creer que tal oasis de glamour
comercial realmente existe.
Ya en las aldeas privadas, custodiadas por agentes de
seguridad y varas de metal, los limeñitos descargan las botellas de etiquetas
de colores. Los celulares empiezan a reclutar y las hormonas comienzan a
mezclarse. Como cuando el tiburón percibe la sangre sobre el agua, las personas
sienten la llegada de nuevos licores, que harán las de preámbulo para lo que la
noche depara, que será lo mismo de la semana pasada, del verano pasado, de
siempre.
Así avanza la tarde, la luz se escapa y todos toman fotos al
sunset; las editan en Instagram y las suben inmediatamente a todas las redes
sociales conocidas por los ellos. Así, mientras saturan los colores, los
limeñitos se preparan para lo que depara la lujosa noche de Las Asias, en medio
de terrales y kilómetros de nada. Y es que no importa lo que rodea al oasis,
así como no interesa lo que pasa luego de la cerca eléctrica de sus casas en
Lima.
La música comienza a retumbar los enormes parlantes que
cercan las islas privadas de las discotecas. Las filas de gente aparecen por el
boulevard y las entradas se vuelven exclusivas. Los limeñitos aparecen en la
puerta de los locales de Las Asias y, siempre conociendo a alguien, ingresan
contentos hacia sus suites abiertas. No importa si el grupo es del mismo
género, las tarjetas aguantan todo tipo de etiquetas que luego atraerán a las
del otro bando. En Las Asias, todo tiene un precio.
Atrás quedaron los años en los que un hombre invitaba a una
desconocida a bailar. Las pistas de baile únicamente albergan a los que andan
pivoteando entre boxes, pero no recibe a los que se encuentran dispuestos a
socializar. El juego ya no es seductivo, sino selectivo. Si quieres bailar con
ella y realmente no la conoces, tienes que ingresar (por algún amigo) a la isla
privada que la contiene. Los Limeñitos son endogámicos por naturaleza, no
juegan con la posibilidad que resultes ser nadie.
Los nadies se quedan en la puerta del ruido, separados por
rejas y agentes enternados. Los nadies se van al grifo a comprar alcohol, para
tomar por donde cruzan las mujeres solas y rezar que alguna se tropiece por la
inexperiencia de los tacos. Los nadies, que no conocen a los que los ingresan
al paraíso de islas privadas, tienen prohibido el ingreso al verdadero glamour
de Las Asias.
Así, en medio del desierto, desde el cielo se ven luces y
oyen ruidos de moda. Los limeñitos visten sus mejores prendas, camisas y
vestidos, para que sus marcas se codeen en los locales y presuman sus
pudencias. Ahí no basta con ser quien eres, a veces debes parecer que eres aún
más. Por eso las Gabanas y los Guccis caminan con la música, bailan hasta el
suelo y no sueltan el vaso que, para ser realmente aceptado, debe estar siempre
a medio llenar. Los limeñitos pueden tener problemas en otro lado, pero el vaso
sin contenido es un pecado que no se puede perdonar.
Y así, en medio de amores condicionados y fiestas que
reciben el día, Las Asias ofrecen lo mejor que el dinero puede comprar. Las
curvas adornan las islas privadas y los licores más caros pintan el ambiente de
diversión. Muchos irán a Las Asias este verano, en busca de una noche
inolvidable, de un vaso interminable, de una cintura que sujetar. Hasta yo, que
no aprecio la esencia del oasis, me pondré mi mejor camisa y me acoplaré a una
de esas suites de discotecas, buscando entender por qué me siento tan fuera de
lugar. Y es que Las Asias no son reales, no son eternas, no son mundanas; pero
están ahí para visitar. Las visitaré y, quizá, si el destino lo permite y las
ganas no te faltan, también las visitarás tú.