martes, 6 de enero de 2015

Gracias

Piso Lima; siento comodidad al oír a la distancia su peculiar acento, al reconocer mis jergas, al entender todo mejor. Siento el aroma del clima que me toca afrontar, por temporada, por secuencia de temperaturas, porque sí. Camino con mis maletas, seguro de que aquí nadie me va a salir con nada nuevo, que todo lo que me pregunten ya está respondido en mi cabeza y que solo está esperando salir, como disparado por un gatillo automático. Veo mi color de piel reproducido en el horizonte, mis rasgos salpicados por entre la gente, mi comportamiento abundando sin parar. Piso Lima, sí, pero algo no me deja de faltar.

Te vi dos semanas, luego de un año de despedirnos, una vez más, sin fecha para volvernos a encontrar. Como esa vez que nos dijimos adiós en la puerta de la casa, cuando me iba sin rumbo y sin saber a qué me iba a dedicar; o tal vez como cuando nos abrazamos en un aeropuerto ajeno, sin certeza alguna de qué iba a pasar; como cuando deja la abeja el panal donde la vida le tocó contemplar, igual nos volvimos a alejar.

Pero llevo conmigo más de lo que siempre tuve, de lo que te he robado en cada separar. Y es que eres otra; poco queda de la niña distraída que no tenía control de las monedas que aparecían en su billetera, de la infante dependiente que daba la mano para que la jalen a donde el rumbo extraño de otro la quiera llevar, de la que pensaba que la tierra era plana y de cristal. Me llevo tu independencia, tu decisión, tu enfoque implacable, tu tenacidad. Llegué con tu recuerdo asustado y volví con tu imagen sobre un podio para premiar.

Sonrío al entender que tomaste las riendas del caballo ciego sobre el que alguna vez te montaste, tomando así control de tu camino, de tu cabalgar. Y es que el día que dejaste el país para buscar lo que ni tú misma sabías que existía, con las piernas temblando de tanto tratar de adivinar; ese día, hermana mía, comenzaste a madurar. No por consecuencia de la vida que apareció, del destino que se cruzó, de la flecha que nadie controló, sino porque tomaste aire, abriste el pecho y te decidiste a saltar. Y hoy, años después, me sorprendo al ver que sigues con ganas de brincar.

Eres otra, hermana, porque el tiempo no educa en vano, porque los días no nos golpean sin enseñar, porque el destino es más bien una academia, porque somos esponjas y aprender es algo que no podemos evitar. Y aunque entre tanta cosa nueva te descubro, porque la esencia es algo de lo que no te vas a librar, me lleno de orgullo al encontrarme contigo; con el temor de siempre pero protegida por otra voluntad.

Gracias por un viaje único, por planear lo implaneable, por hacerme disfrutar. Gracias por jugar a que el tiempo no había pasado, por hacerme regresar. Gracias porque siempre vamos a ser los que se llevan en el alma, con distintas ocupaciones, pero el mismo añorar. Gracias, Andrea, porque la distancia nos es insignificante cuando se trata de juntarnos en un reccuerdo. Gracias, hermana, porque hoy soy yo el que aprende al mirarte, y porque sin dudas, te lo digo, eres digna de admirar.