lunes, 11 de julio de 2016

FIDELIDADES

A los 18 años descubrí la noche. Hasta ese momento, la pelota y los jardines eran mis máximos compañeros de fines de semana. Ya por esa época fui dejando el balón para, en vez de andar sobre los pies, trasladarme sobre la palma de las manos. Para nadie es un secreto que he trabajado de acróbata. Y fue así que, poco a poco y animando distintas discotecas, me fui perdiendo en el humo de la madrugada.

Fueron años de shows en los que fui dándome cuenta del beneficio que me otorgaba sobre los demás mortales del bar el usar, durante breves minutos, un atuendo distinto y ser el dueño de los reflectores. A eso hay que sumarle el alcohol y las maromas que realizaba. Debo admitir que en ocasiones me sentía un caramelo forrado en blanco. Pero no me puedo quejar, fueron varias las noches que me dejé probar. Y digo “dejé probar” porque, aunque a veces era yo el que tenía el rifle sobre el brazo, han sido múltiples las veladas en las que no hice más que sonreír y decir que sí.

Fueron años locos de trasnochar y disfrutar, al sujetar a varias de la mano, sentirme el amo y dueño de la luna. Tomaba de lunes a viernes y llegaba a mi casa a la hora que mi hermana menor subía a la movilidad del colegio. Pobre, le debo haber causado más de una vergüenza con sus compañeros. Pero yo me sentía feliz, me veía como rey, me imaginaba completo. Estaba sin duda equivocado.

Dentro de mi goce carnal se escondía mi más grande carencia. Pero no me faltaba familia, eso me sobraba; me refiero a lo que vemos en las películas, a lo que se vuelve el eje de los cuentos de hadas, a lo que podemos respirar en una pareja de ancianos que no se abandonó durante toda la vida. Yo había paseado por tantas sábanas que, tranquilamente, podría haber sido comparado con una lavadora de hotel. Algunos, quizá los más jóvenes, se sentirán atraídos por mi historia hasta este punto, envidiarán el historial que pueden asumir, querrán ser yo. Llegó el momento de defraudarlos.

A los 25 años me di cuenta que no había premio al final de mi jornada. Me topé, durante una resaca, con la cruda realidad. Siendo el títere nocturno de mujeres sin interés diurno en mí, lo único que iba a pasar es que me iba a terminar convirtiendo en la silla coja de un bar. Estaba claro que yo era un viaje de turismo para muchas, pero no el hogar para nadie. Tuve parejas fijas, sí, pero no llegué a sostener nada durante tiempo suficiente como para que de verdad haya logrado un cambio en mí. No fue la compañía lo que me cambió, fue la soledad. Aun así, a esas noviecitas que se aventuraron a tratar de convertirme en chico bueno, les fui siempre fiel.

Y aquí es donde explico por qué comencé este post como lo he hecho. No soy un cucufato que se pinta de santo y que tiene sobre la cabeza volando una aureola. He tenido mi época de rock and roll y no me arrepiento de nada de lo que puedo haber hecho en el pasado. Considero que mi currículum de vida, más que un documento para mostrar, es un curso que aún llevo. Pero incluso yo, en mi peor época, en la más libidinosa, he sido siempre creyente en la fidelidad; al cien por ciento.

Hoy, ya más centrado y a la espera de lo que me toque, sigo manteniendo la misma idea. Creo que el amor es posible, que es sumamente difícil de encontrar pero justamente por eso debe ser respetado con la exclusividad de un solo contacto. No concibo la infidelidad como una posibilidad en mi vida ni en la de nadie que me importe. Soy terco y cerrado al decir y estar convencido que jamás seré infiel. No puedo fallar porque, a pesar de estar soltero durante tanto tiempo, pienso que el amor es un sueño especial que no debe ser despertado por la pesadilla de que sea compartido sin voluntad desde el otro lado. No puedo fallar porque no estoy dispuesto a defraudar a nadie, porque no me quiero defraudar a mí.

Entonces, cuando alguien me dice que no es posible abstenerse de entrar en contacto con piel ajena a la que lo aclama como suyo, despierta en mí un enojo interno que hace que mis palabras se vuelvan torpes. Insisto, no soy de los que andan por ahí recitando de paporreta los mandamientos de la Iglesia Católica, pero justamente porque conozco el lado del playboy es que sostengo con más convicción que es lo más perro del mundo traicionar al corazón que ha decidido latir al ritmo tuyo. Porque es una odisea enamorarse, porque las almas no empatan como si fuesen fichas de un rompecabezas, porque la vida es para compartir alegrías y no forzar desdichas; porque aún en mi más solitario domingo, en la obscuridad de mi cuarto, habiendo pasado por tanto y tan poco, escribo versos de amor.