A los 18 años descubrí la noche. Hasta ese momento, la
pelota y los jardines eran mis máximos compañeros de fines de semana. Ya por
esa época fui dejando el balón para, en vez de andar sobre los pies,
trasladarme sobre la palma de las manos. Para nadie es un secreto que he
trabajado de acróbata. Y fue así que, poco a poco y animando distintas
discotecas, me fui perdiendo en el humo de la madrugada.
Fueron años de shows en los que fui dándome cuenta del
beneficio que me otorgaba sobre los demás mortales del bar el usar, durante
breves minutos, un atuendo distinto y ser el dueño de los reflectores. A eso
hay que sumarle el alcohol y las maromas que realizaba. Debo admitir que en
ocasiones me sentía un caramelo forrado en blanco. Pero no me puedo quejar,
fueron varias las noches que me dejé probar. Y digo “dejé probar” porque,
aunque a veces era yo el que tenía el rifle sobre el brazo, han sido múltiples
las veladas en las que no hice más que sonreír y decir que sí.
Fueron años locos de trasnochar y disfrutar, al sujetar a
varias de la mano, sentirme el amo y dueño de la luna. Tomaba de lunes a
viernes y llegaba a mi casa a la hora que mi hermana menor subía a la movilidad
del colegio. Pobre, le debo haber causado más de una vergüenza con sus compañeros.
Pero yo me sentía feliz, me veía como rey, me imaginaba completo. Estaba sin
duda equivocado.
Dentro de mi goce carnal se escondía mi más grande carencia. Pero no me faltaba familia, eso me sobraba; me refiero a lo que vemos en las
películas, a lo que se vuelve el eje de los cuentos de hadas, a lo que podemos
respirar en una pareja de ancianos que no se abandonó durante toda la vida. Yo
había paseado por tantas sábanas que, tranquilamente, podría haber sido
comparado con una lavadora de hotel. Algunos, quizá los más jóvenes, se
sentirán atraídos por mi historia hasta este punto, envidiarán el historial que
pueden asumir, querrán ser yo. Llegó el momento de defraudarlos.
A los 25 años me di cuenta que no había premio al final de
mi jornada. Me topé, durante una resaca, con la cruda realidad. Siendo el
títere nocturno de mujeres sin interés diurno en mí, lo único que iba a pasar
es que me iba a terminar convirtiendo en la silla coja de un bar. Estaba claro
que yo era un viaje de turismo para muchas, pero no el hogar para nadie. Tuve
parejas fijas, sí, pero no llegué a sostener nada durante tiempo suficiente
como para que de verdad haya logrado un cambio en mí. No fue la compañía lo que
me cambió, fue la soledad. Aun así, a esas noviecitas que se aventuraron a tratar
de convertirme en chico bueno, les fui siempre fiel.
Y aquí es donde explico por qué comencé este post como lo he
hecho. No soy un cucufato que se pinta de santo y que tiene sobre la cabeza
volando una aureola. He tenido mi época de rock and roll y no me arrepiento de
nada de lo que puedo haber hecho en el pasado. Considero que mi currículum de
vida, más que un documento para mostrar, es un curso que aún llevo. Pero
incluso yo, en mi peor época, en la más libidinosa, he sido siempre creyente en
la fidelidad; al cien por ciento.
Hoy, ya más centrado y a la espera de lo que me toque, sigo
manteniendo la misma idea. Creo que el amor es posible, que es sumamente
difícil de encontrar pero justamente por eso debe ser respetado con la
exclusividad de un solo contacto. No concibo la infidelidad como una
posibilidad en mi vida ni en la de nadie que me importe. Soy terco y cerrado al
decir y estar convencido que jamás seré infiel. No puedo fallar porque, a pesar
de estar soltero durante tanto tiempo, pienso que el amor es un sueño especial
que no debe ser despertado por la pesadilla de que sea compartido sin voluntad desde el otro lado. No puedo
fallar porque no estoy dispuesto a defraudar a nadie, porque no me quiero
defraudar a mí.
Entonces, cuando alguien me dice que no es posible abstenerse
de entrar en contacto con piel ajena a la que lo aclama como suyo, despierta en
mí un enojo interno que hace que mis palabras se vuelvan torpes. Insisto, no
soy de los que andan por ahí recitando de paporreta los mandamientos de la
Iglesia Católica, pero justamente porque conozco el lado del playboy es que
sostengo con más convicción que es lo más perro del mundo traicionar al corazón
que ha decidido latir al ritmo tuyo. Porque es una odisea enamorarse, porque
las almas no empatan como si fuesen fichas de un rompecabezas, porque la vida
es para compartir alegrías y no forzar desdichas; porque aún en mi más
solitario domingo, en la obscuridad de mi cuarto, habiendo pasado por tanto y
tan poco, escribo versos de amor.