domingo, 4 de noviembre de 2007

Épocas

Las personas somos las creaciones más complicadas que existen, incluso más difíciles que aprender japonés en braile. Cuántos no nos hemos topado con gente que se nos presenta de una manera y en ocasiones llega como mutada, como si realmente la luna y la posición de los astros determinara de qué color va a ser su día. Personalmente siento a los adivinos de las bolas de cristal y a todas las maquiavélicas trabajadoras del tarot como elementos sobrantes y aprovechadores de las sociedades modernas. Puedo entender la necesidad que había en tiempos pasados por intentar describir el mundo de formas místicas, pero hoy sabemos que las cosas no pasan simplemente porque una estrella se encuentra más cerca de la tierra. Gracias a la ciencia pudimos explicar fenómenos climáticos y de reacciones químicas, pero lo que no podremos saber jamás es por qué las personas nos comportamos de una manera un tiempo y de otra totalmente distinta en otro momento.

Han habido oportunidades en las que yo también he sido presa de estos cambios temporales, estas encarnaciones de sentimientos que hacen que mi comportamiento varíe dentro de una gama de posibilidades de amplia extensión. Actualmente me encuentro rodeado de libros y demás elementos estudiantiles provenientes de mi situación de aplicado estudiante, sin embargo, hace muy poco era un libre trotamundo que buscaba únicamente experiencias prácticas nada teóricas.

Estudiar me atrae por la inmensidad de ignorancia que poseemos todos y que crece cada vez que aprendemos algo nuevo. Semana tras semana absorbo separatas y textos universitarios buscando enriquecer mi capacidad de resolver exámenes y así poder darle un empujón a ese promedio ponderado que en tiempos de iniciación comencé a construir con cimientos algo cadavéricos. Me apodero de las primeras carpetas de cada clase y enfoco mi total atención en los individuos de rojos lapiceros y lo que sea que digan que pueda evitar las cruces rojas y acrecentar los “checks”. Asisto religiosamente a la totalidad de mis cursos y cumplo con una racha de puntualidad inexistente incluso en la cadena de pizzerías Domino´s. Las cosas no siempre fueron así.

Hoy leo y me intereso por entender lo que el mundo intelectual me brinda, antes me preocupaba básicamente por vagar. Despertaba cuando mis ojos tuviesen ganas de comenzar el mundo. No tenía responsabilidades y mi única decisión importante en el día era con respecto a lo que almorzaría. Vagabundeaba por las calles y casas de mis amigos, llegando tarde a muchas clases y hasta faltando a otras. No quería entender a ningún vejestorio y enciclopédico profesor, llegando a considerarlos como seres que vivieron demasiados años sumidos en el mayor aburrimiento. De esta forma no leía ni las instrucciones del monopolio y mi mundo de letras se limitaba casi exclusivamente al chat. Increíble pensar cómo en épocas tan cercanas he podido pertenecer a polos tan distintos.

Casi enlazada con mi temporada de “Don Gato” comenzaron mis días de “Wild on ME”. Las fiestas eran obligaciones nocturnas y no importaba que sea lunes de exámenes parciales o viernes santo, yo religiosamente recibía el sol de la mañana con una enorme cantidad de alcohol en la sangre y los oídos zumbando como resultado de los bits y bajos de algún discjockey. Era miembro honorario del club de los señores de la noche, del escuadrón de la cebada, de los que sabíamos todas las leyes de la amistad de Pilsen. Las barras de los bares se convirtieron en mi confesionario y testigo de interminables anécdotas, los escenarios de las discotecas eran mis aspiraciones, la cerveza mi elixir de faraón.

Las cosas cambiaron repentinamente y mi Charlie Sheen redujo su nivel de ingesta involuntaria de humo y lo reemplazó por gotas de sudor derramadas por mi esfuerzo. No es fácil cambiar la noche por el día, más difícil aún es dejar la juerga y deportizar una vieja costumbre. Mientras que antes podía pasar jornadas enteras reencarnado a un vikingo, despertarme regularmente temprano para participar de alguna actividad física nace de un escondido rincón de mi alma. Tengo una rutina diaria de ejercicios que complemento con otros de mayor intensidad durante la semana. En ocasiones descarto la posibilidad de amanecer resaqueado y desparramado en la puerta de mi casa para poder despertarme a las 10 de la madrugada y entrenar. No abandoné del todo la farra, la tengo reducida y encerrada con un mínimo derecho a visitas.

Cuando pasas gran parte de tu vida a partir de la media noche, volteas tu horario y los murciélagos se vuelven tus compañeros de rutina. Tanta fiesta y amanecida te llevan inevitablemente a contar millones de ovejas y ser caricaturizado con una cantidad de “Z” que ni el Zorro podría tallar. Dormir es uno de los placeres del hombre, es un necesario y vital descanso del mundo, es desaparecer y punto. Es muy fácil dormir de más, solamente hay que ignorar la vida, muy simple en realidad. Pasar horas filosofando en una cama y observando las figuras que en el techo se dibujan puede ser adictivo. Claro que para poder mudarse al planeta de los sueños uno tiene que ser totalmente irresponsable, no trabajo, no estudio, no, nada.

Enrumbarse en el río de las responsabilidades implica sacrificar horas de sueño. Estar totalmente activo corriendo de lugar en lugar puede ser una inocente cura para la adicción al sueño. La cama que tanto recibió tu tiempo se vuelve un aeropuerto de escala en un viaje en el que abundan las cosas para hacer. Se extrañan sí unos minutos extras entre las sábanas; sin embargo, los resultados de las actividades dirigidas son frutos de dulce sabor e interminable goce.

En algún momento de mi vida fui de los que creen en los rojos corazones y adoran los vuelos de las mariposas entre la iluminada visión del arco iris. Escribía a las flores y corría imaginariamente por campos verdes sujetado de la mano de una inexistente pero prometida mejor mitad. Creía en el amor como Dios cree en Dios al punto de considerar totalmente obligada mi inscripción en la lista de espera de los matrimonios del universo. Cometí muchas hazañas en nombre de dulcinea y derramé una que otra lágrima entre sueños de desgarradoras características de novela mejicana. Actualmente mi consideración de la “mejor mitad” está tergiversada y dividida.

No niego nada y soy tan transparente como una gota de lluvia. Saltar de ser un enamorado del amor a un lujurioso diablillo fue cosa que tomó varias rojizas rupturas. Poco a poco pude descifrar los códigos de comportamiento e instrucción que rigen el “Gremio del pirata”. Aprendí la diferencia entre una enamorada y una “amiga cariñosa”. Comencé a enumerar listas de esta segunda categoría al punto de armar sistemas de salidas. Aprendí de algunos antiguos corsarios las formas de captación y reclutaje, tuve tutores que me explicaron el mundo de la lujuria y dejé que mis impulsos escojan mi dirección. Todo traía sin duda muchísima gratificación física pero dejaba interminablemente vacío el espacio en mí que inconscientemente siempre querré llenar.

Puedo examinar más variaciones de comportamientos temporales y encerrar ese conglomerado de actitudes en un extraordinario computador. Teclearía combinaciones para pedir una retribución informática y analítica de lo que presento, tratando de descubrir algún patrón de orden o desarrollo de una conducta a su antónimo. Mi maquina soltaría inmediatamente un papel con los resultados y la absurda respuesta me dejaría perplejo en mi insignificante lugar en el laboratorio: “SER HUMANO”. Es parte de nuestra esencia ser impredecibles y pasar de una época a otra. Nada manda con absolutismo lo que envuelve nuestras extrañas reacciones al mundo, por lo menos así lo considero. Estoy sentado frente a un computador reflexionando sobre lo que he vivido hasta ahora, lo que es poco comparado con lo que me falta por vivir. Extraño algunas épocas, quiero salir de otras. La cuestión que está en el juego de identificación es ¿cómo?