jueves, 6 de agosto de 2015

SEGURIDADES

Cuando tuve la reunión con los productores del programa que hace poco dejé, el día que les expliqué que quería abandonar la competencia física, me hicieron una pregunta que en varias ocasiones me han hecho: “¿A qué te vas a dedicar?”. Y es que, claro, estando fuera de pantalla tu nombre va siendo carcomido por el viendo del olvido y, mediáticamente, tu trabajo va perdiendo la imponencia que puede tener mientras un programa televisivo te mantenga vigente en esa prisión rectangular. Yo dejaba Combate y, para muchos, corría el riesgo de quedar atrapado en el limbo de los intentos.

El primero en mi vida en hacerme la pregunta fue mi padre, justo cuando mi vestimenta era hippie, mi vida desordenada y conversábamos sobre mi decisión de salir de la universidad. Yo trabajaba animando discotecas, haciendo shows de capoeira y participando de una que otra obra artística como acróbata. Curioso, antes de la televisión animé miles de discotecas, luego de entrar a la pantalla no animé ni una sola. Los realities extinguieron al animador nocturno, pero ese es otro tema. La cosa es que salía yo del ámbito académico, decidido a dedicarme al deportivo.

Así tuve mis 10 años de capoeirista, viajando con mochila en mano por Sudamérica, pisando estaciones de trenes, subiéndome a buses descuajeringados, comiendo al paso en pueblos desolados y saltando cual saltamontes en distintas plazas (con su respectiva pasada de gorra al final del jolgorio). Nunca fui muy bueno para la enseñanza; mi poca paciencia me limitaba a alumnos excepcionalmente capaces, y esos no abundan. Por eso fui viendo limitadas mis opciones laborales, la pasé mal cuando las lesiones me poseían y decidí dejar mi trayectoria dentro de este ámbito para volver a casa y tratar de retomar la universidad.

Mis compañeros de vida (otros capoeiristas) en ese momento también se preguntaron a qué me dedicaría, si tendría posibilidades en otro espacio que no sea ese en el que siempre me veían. Tenían tan clavada mi imagen en la cabeza que no entendían en qué otro lugar podía encajar tan bien. Yo, que de acomodado tengo poco, salté nuevamente al vacío y regresé a estudiar. Todo esto, claro está, previa amenaza de mi padre que no estaba dispuesto a pagar lo que no iba a ver bien aprovechado: “Regresas a estudiar, pero no quiero notas mediocres.”

Así crucé mis últimos años de estudios, levantando mi pobre promedio ponderado, resultado del año que había estado ahí sin hacer nada. Logré llegar hasta al décimo superior, asistí a varios profesores en distintas materias y casi me quedo apoyando en la docencia de un curso teórico, con miras a dedicarme luego a eso. De haberlo decidido, probablemente jamás habría pisado un set de televisión nuevamente (como capoeirista pisé varios). Cuando acabé la facultad, dejando de lado los trabajos que tuve ahí, aclarando que no iba a quedarme en el mundo teórico, me volvieron a preguntar lo mismo.

Ya formado, con título en mano y capacidad desarrollada para irrumpir en el mundo de la comunicación profesional (a lo grande), decidí irme a vivir a un pueblo playero a manejar una página web de turismo. Mi padre nuevamente vio su dinero irse por la cañería del retrete. Tanto esfuerzo para que su hijo, aparentemente recuperado de las garras de los hippies, de pronto deje la ciudad para realizar una migración inversa y vivir en un lugar de fiestas y sandalias todo el año. Peor fue cuando llegó a visitarme y conoció mi primer mini cuarto, no pudo con la vergüenza interna.

Pero ahí estuve un par de años, cambié mi enana habitación por una casa de dos pisos y pasé a ser, creo yo, el empleado mejor pagado de todo el lugar. Me dediqué a la fotografía, redacción, videografía y, entre otras cosas, a la música. Cantaba los fines de semana en la discoteca más grande del pueblo; era una especie de “rockstar” rural. Pero esa historia tampoco encaja ahora, quizá en otro momento la cuente. Por eso, cuando renuncié a mi hijo virtual, los dueños de la página se sorprendieron y me volvieron a preguntar lo mismo. Yo, que nunca he tenido respuesta para esa pregunta, simplemente les di la mano y me volví a tirar por la ventana, sin saber en qué piso me encontraba.

Así fue que llegué de regreso a Lima, sin nada sembrado pero con toda la capacidad de cosechar. Surgió la idea de entrar a trabajar en televisión, de ser un competidor, de regresar al mundo del deporte; algo en mí se encendió y decidió cumplir ese sueño que el Ernesto veinteañero había visto frustrado. Mi familia, ya acostumbrada a mis constantes mutaciones, dibujó una raya más en el cuaderno de mis anécdotas.

Por eso, luego de mis dos años en Combate, cuando la gente se cuestiona sobre mi futuro, no me inmuto. La verdad es que cada vez que me hicieron la pregunta, la respuesta ha sido la misma: “No sé.” Y no está mal no saber, la incertidumbre ha sido la semilla de muchos logros impresionantes durante la historia de la humanidad. No soy Colón ni Magallanes, pero siento que no saber, que apostar lanzando una moneda que no tiene ni cara ni sello es lo que le da riqueza al espíritu. Estoy arrancando un presente fotográfico y no tengo claro exactamente en qué me voy a terminar enfocando. Quizá me vaya bien, quizá me vaya mal, quizá me atropelle un camión camino a la tienda de la esquina; eso tampoco lo sé.

Lo que sí sé, de lo que tengo total certeza, es que no he muerto ni he estado cerca de hacerlo hasta ahora. No tengo responsabilidad sobre nadie, mis hijos siguen guardados, mis ganas de hacer cosas distintas aún están encendidas y las posibilidades que el mundo me tiene preparadas vuelan a mi alrededor constantemente. Puede que en un tiempo alguien me vuelva a hacer la pregunta, teniendo de mí la misma respuesta que siempre he dado y generándole un gesto extraño sobre el rostro, en señal de no necesariamente aprobar mis decisiones, pero ya me acostumbré a vivir así; es la única forma que conozco.