jueves, 28 de julio de 2016

PATRIOTAS

Es curioso como hoy, quizá apoyados por la inmensidad del internet, todos pueden citar casi de memoria el famoso discurso de San Martín. Mientras las redes sociales de pintan de rojo con blanco, el peruanito hace alarde de su patriotismo, quizá subiendo una foto de una escarapela o lanzando una arenga virtual para que los demás se enteren de lo patriota que puede llegar a ser. Hoy, 28 de julio, al igual que todos los años, nos sentimos familiarmente orgullosos de ser peruanos. Irónico; hace solo dos días estábamos tirando basura en la calle a sabiendas de que alguien más la iba a recoger.

Ser patriota es una moda escueta que dura menos que una botella de un litro de gaseosa. En cuanto comience agosto, todos esos que se sintieron intelectuales indagando sobre la proclamación de la independencia, para armar un tuit que parezca resaltar su sentimiento de peruanidad, estarán puteando al chofer del auto de adelante por cruzarse en su camino. Es más, esa misma acción que tanto reclamarán, la repetirán ellos mismos, un par de cuadras más adelante, y putearán al de atrás por tocarles la bocina.

De nada sirve que nos sintamos peruanos un par de días al año, solo para estar en onda, cuando hay lugares en el país donde nuestros posts de Facebook no abrigarán a nadie. Si celebras tu 28 con excesos de comida criolla pero sales a la calle a ignorar que en las esquinas hay niños pasando hambre para vender caramelos mientras sus opresores los esperan en alguna banca de parque, tu bandera de Twitter fue solo una careta. No eres, aunque creas lo contrario, el mejor peruano cuando coimeas para acelerar un trámite o tener lunas polarizadas en tu auto y sentirte más Charly.

Ser peruano es una camiseta bañada en orgullo que la gente se pone solo cuando les hablan de la gastronomía. Es repetir las mismas canciones que paporreteamos en el colegio, con una emoción que lleva fecha de vencimiento. Es hablar de Grau y Bolognesi cuando se acercan las fechas que los consagraron, buscando en Google algo que a los demás les pueda parecer bacán, pero no entender siquiera por qué realmente hicieron lo que hicieron. Ser peruano es, en muchas ocasiones, tener licencia para alardear de lo bueno y hacer lo que nos dé la gana con lo demás.

Por eso, si vas a buscar en la red información que deberías conocer sobre el Perú, solo para compartirla y sentirte parte del grupo, no lo hagas. Si hoy aplaudes a la policía pero mañana le buscarás bajar un billete para que pase por alto el que no te has dignado en sacar un brevete, mejor guarda tus palmas. Si quieres gritar a los cuatro vientos tu nacionalidad, para mañana cholear al primer tipo que hable distinto a ti, entonces mejor también calla. Si te quejas de la seguridad ciudadana pero compras celulares robados, entonces no eres tan peruano como una vez al año dices ser.

Entonces, si es moda, no publiques. Si no te sabes toda la canción, no digas que es tu favorita. Si no tienes idea de guerras y batallas, no jures que las admiras. Si no pagas tus impuestos, por más jodida que sea la Sunat, no digas que amas a tu país. Porque el Perú es el triciclo ambulante del que habla la canción; es esa primera venta persignada; es la tierra en las manos del agricultor; es el sudor de los que trabajan duro en una construcción; es mucho más que una moda de dos días o los noventa minutos que dure un partido en el que nos terminen eliminando de algún certamen internacional.

lunes, 11 de julio de 2016

FIDELIDADES

A los 18 años descubrí la noche. Hasta ese momento, la pelota y los jardines eran mis máximos compañeros de fines de semana. Ya por esa época fui dejando el balón para, en vez de andar sobre los pies, trasladarme sobre la palma de las manos. Para nadie es un secreto que he trabajado de acróbata. Y fue así que, poco a poco y animando distintas discotecas, me fui perdiendo en el humo de la madrugada.

Fueron años de shows en los que fui dándome cuenta del beneficio que me otorgaba sobre los demás mortales del bar el usar, durante breves minutos, un atuendo distinto y ser el dueño de los reflectores. A eso hay que sumarle el alcohol y las maromas que realizaba. Debo admitir que en ocasiones me sentía un caramelo forrado en blanco. Pero no me puedo quejar, fueron varias las noches que me dejé probar. Y digo “dejé probar” porque, aunque a veces era yo el que tenía el rifle sobre el brazo, han sido múltiples las veladas en las que no hice más que sonreír y decir que sí.

Fueron años locos de trasnochar y disfrutar, al sujetar a varias de la mano, sentirme el amo y dueño de la luna. Tomaba de lunes a viernes y llegaba a mi casa a la hora que mi hermana menor subía a la movilidad del colegio. Pobre, le debo haber causado más de una vergüenza con sus compañeros. Pero yo me sentía feliz, me veía como rey, me imaginaba completo. Estaba sin duda equivocado.

Dentro de mi goce carnal se escondía mi más grande carencia. Pero no me faltaba familia, eso me sobraba; me refiero a lo que vemos en las películas, a lo que se vuelve el eje de los cuentos de hadas, a lo que podemos respirar en una pareja de ancianos que no se abandonó durante toda la vida. Yo había paseado por tantas sábanas que, tranquilamente, podría haber sido comparado con una lavadora de hotel. Algunos, quizá los más jóvenes, se sentirán atraídos por mi historia hasta este punto, envidiarán el historial que pueden asumir, querrán ser yo. Llegó el momento de defraudarlos.

A los 25 años me di cuenta que no había premio al final de mi jornada. Me topé, durante una resaca, con la cruda realidad. Siendo el títere nocturno de mujeres sin interés diurno en mí, lo único que iba a pasar es que me iba a terminar convirtiendo en la silla coja de un bar. Estaba claro que yo era un viaje de turismo para muchas, pero no el hogar para nadie. Tuve parejas fijas, sí, pero no llegué a sostener nada durante tiempo suficiente como para que de verdad haya logrado un cambio en mí. No fue la compañía lo que me cambió, fue la soledad. Aun así, a esas noviecitas que se aventuraron a tratar de convertirme en chico bueno, les fui siempre fiel.

Y aquí es donde explico por qué comencé este post como lo he hecho. No soy un cucufato que se pinta de santo y que tiene sobre la cabeza volando una aureola. He tenido mi época de rock and roll y no me arrepiento de nada de lo que puedo haber hecho en el pasado. Considero que mi currículum de vida, más que un documento para mostrar, es un curso que aún llevo. Pero incluso yo, en mi peor época, en la más libidinosa, he sido siempre creyente en la fidelidad; al cien por ciento.

Hoy, ya más centrado y a la espera de lo que me toque, sigo manteniendo la misma idea. Creo que el amor es posible, que es sumamente difícil de encontrar pero justamente por eso debe ser respetado con la exclusividad de un solo contacto. No concibo la infidelidad como una posibilidad en mi vida ni en la de nadie que me importe. Soy terco y cerrado al decir y estar convencido que jamás seré infiel. No puedo fallar porque, a pesar de estar soltero durante tanto tiempo, pienso que el amor es un sueño especial que no debe ser despertado por la pesadilla de que sea compartido sin voluntad desde el otro lado. No puedo fallar porque no estoy dispuesto a defraudar a nadie, porque no me quiero defraudar a mí.

Entonces, cuando alguien me dice que no es posible abstenerse de entrar en contacto con piel ajena a la que lo aclama como suyo, despierta en mí un enojo interno que hace que mis palabras se vuelvan torpes. Insisto, no soy de los que andan por ahí recitando de paporreta los mandamientos de la Iglesia Católica, pero justamente porque conozco el lado del playboy es que sostengo con más convicción que es lo más perro del mundo traicionar al corazón que ha decidido latir al ritmo tuyo. Porque es una odisea enamorarse, porque las almas no empatan como si fuesen fichas de un rompecabezas, porque la vida es para compartir alegrías y no forzar desdichas; porque aún en mi más solitario domingo, en la obscuridad de mi cuarto, habiendo pasado por tanto y tan poco, escribo versos de amor.



sábado, 23 de enero de 2016

GRISES

Lima es gris porque nada es cierto, porque el sol es una promesa, porque cuando sale lo hace solo para engañar. Somos grises, seámoslo siempre, seámoslo siempre. Aquí el color es solo un mito, la verdad una leyenda y la vida una rutina de confrontación. La luz pelea por aclarar el panorama, se filtra por algunas nubes y nos llega a tocar. Lima es gris porque pensamos que un rayo es una esperanza, cuando es en realidad una mentira hecha para esperanzar.

Y así monocroma la enfrentamos, con ideales de verdes por doquier. Nos ofrecen rojos, imaginamos amarillos, soñamos azules y hasta juntos los pensamos ver. Pero nada es real en Lima la gris; ni la frase que te atrapa, ni el trabajo que te mata, ni la calle que caminas, ni el lugar al que has de caminar. Cuando todo es gris, todo es mentira, porque en lo gris nada jamás llega a brillar.

Somos un pueblo de mandamientos cumplidos a medias solo para evitar el fuego eterno de la destrucción. Vivimos condicionados por castigos ancestrales y no matamos al prójimo solo para que luego no nos desprecie Dios. Lima es gris porque no hacemos el bien porque es correcto, sino porque no queremos que luego nos lo venga un ser supremo a cobrar. Somos grises porque la biblia es un libro de ficción y El Edén una promesa imposible de recuperar.

Gris es el talento que no importa frente al colorido inútil que sabemos coronar. Grises son los esfuerzos de los que se forman para luego perder ante el disfuerzo de los que apenas saben colorear. Gris es tu alma después de años de intentos, ya sin herramientas ni voluntad. Gris es el resultado de llenar tu cartuchera de colores y tratar de pintar en la obscuridad. Gris, más que un accidente de la naturaleza, en Lima es una voluntad.

Lima está gris porque le quitamos su lugar a la naturaleza y sembramos en él concreto y alquitrán. Somos predios de modernismo que le mienten a la tierra, imponiendo sin consulta otra realidad. Improvisamos plantas en medio de la nada para engañar al ojo y hacerlo sentir que aún hay esperanza, que no todo está escondido, que lo verde puede volver a brotar. Armamos parques con diseños hermosos, árboles grandes y flores que parecen brillar. Pero esas plazas que ofrecen colores son solo herramientas para engañar. Lima es gris porque no importa lo que digan las flores, cuando están cercadas por metros de poca verdad.

De nada sirve tratar de ser un color cuando en un cine de los 50 la película van a pasar. Poco importa que el vestido sea el más largo cuando la foto solo el rostro va a enfocar. Somos grises, porque así nos ha terminado pintando el destino, porque nos moldea la sociedad. Entonces se escapan las esperanzas, entre nubes de rata y cielos de azar. Se opaca el destino que tanto nos marca, porque entre humos se pierde, por tanta falsedad. Lima está gris porque comemos polvo, porque nos ofrecen el cielo y ahogan en el mar. Lima está gris porque estoy yo y, a pesar de todos los colores del Perú, en el gris no existes tú.

domingo, 10 de enero de 2016

Asias

Cuando las caídas de sol hollywoodenses se hacen reiterativas sobre el horizonte limeño, cuando el calor agobia los cuellos y marca de sudor nuestras rutinas, cuando el astro pinta la piel con brocha marrón al que lo busca; cuando Lima quema, los limeñitos salen en busca de Las Asias.

Y así emprenden travesías en línea recta, haciendo paradas en estaciones de servicio para, más que buscar combustible, comprar agua y energizantes. Con los lentes de sol más presentes que el cinturón de seguridad, los limeñitos pasan los cien kilómetros por hora, con la música presagiando lo que la noche presentará en sus islas privadas. Tantos granos de arena separan Lima de Las Asias que resulta increíble creer que tal oasis de glamour comercial realmente existe.

Ya en las aldeas privadas, custodiadas por agentes de seguridad y varas de metal, los limeñitos descargan las botellas de etiquetas de colores. Los celulares empiezan a reclutar y las hormonas comienzan a mezclarse. Como cuando el tiburón percibe la sangre sobre el agua, las personas sienten la llegada de nuevos licores, que harán las de preámbulo para lo que la noche depara, que será lo mismo de la semana pasada, del verano pasado, de siempre.

Así avanza la tarde, la luz se escapa y todos toman fotos al sunset; las editan en Instagram y las suben inmediatamente a todas las redes sociales conocidas por los ellos. Así, mientras saturan los colores, los limeñitos se preparan para lo que depara la lujosa noche de Las Asias, en medio de terrales y kilómetros de nada. Y es que no importa lo que rodea al oasis, así como no interesa lo que pasa luego de la cerca eléctrica de sus casas en Lima.

La música comienza a retumbar los enormes parlantes que cercan las islas privadas de las discotecas. Las filas de gente aparecen por el boulevard y las entradas se vuelven exclusivas. Los limeñitos aparecen en la puerta de los locales de Las Asias y, siempre conociendo a alguien, ingresan contentos hacia sus suites abiertas. No importa si el grupo es del mismo género, las tarjetas aguantan todo tipo de etiquetas que luego atraerán a las del otro bando. En Las Asias, todo tiene un precio.

Atrás quedaron los años en los que un hombre invitaba a una desconocida a bailar. Las pistas de baile únicamente albergan a los que andan pivoteando entre boxes, pero no recibe a los que se encuentran dispuestos a socializar. El juego ya no es seductivo, sino selectivo. Si quieres bailar con ella y realmente no la conoces, tienes que ingresar (por algún amigo) a la isla privada que la contiene. Los Limeñitos son endogámicos por naturaleza, no juegan con la posibilidad que resultes ser nadie.

Los nadies se quedan en la puerta del ruido, separados por rejas y agentes enternados. Los nadies se van al grifo a comprar alcohol, para tomar por donde cruzan las mujeres solas y rezar que alguna se tropiece por la inexperiencia de los tacos. Los nadies, que no conocen a los que los ingresan al paraíso de islas privadas, tienen prohibido el ingreso al verdadero glamour de Las Asias.

Así, en medio del desierto, desde el cielo se ven luces y oyen ruidos de moda. Los limeñitos visten sus mejores prendas, camisas y vestidos, para que sus marcas se codeen en los locales y presuman sus pudencias. Ahí no basta con ser quien eres, a veces debes parecer que eres aún más. Por eso las Gabanas y los Guccis caminan con la música, bailan hasta el suelo y no sueltan el vaso que, para ser realmente aceptado, debe estar siempre a medio llenar. Los limeñitos pueden tener problemas en otro lado, pero el vaso sin contenido es un pecado que no se puede perdonar.

Y así, en medio de amores condicionados y fiestas que reciben el día, Las Asias ofrecen lo mejor que el dinero puede comprar. Las curvas adornan las islas privadas y los licores más caros pintan el ambiente de diversión. Muchos irán a Las Asias este verano, en busca de una noche inolvidable, de un vaso interminable, de una cintura que sujetar. Hasta yo, que no aprecio la esencia del oasis, me pondré mi mejor camisa y me acoplaré a una de esas suites de discotecas, buscando entender por qué me siento tan fuera de lugar. Y es que Las Asias no son reales, no son eternas, no son mundanas; pero están ahí para visitar. Las visitaré y, quizá, si el destino lo permite y las ganas no te faltan, también las visitarás tú.