(Entiendo que no todo es color de rosas, pero suelto esto a modo de curiosa reflexión)
Cuando pequeño, “ampay Ernesto” significaba que el juego
había terminado. Ser ampayado implicaba detenerse y aceptar que ya no estabas
escondido, que tu ubicación no había resultado ser tan secreta, que alguien había
visto tu zapatilla asomarse por detrás de un muro y perdías la partida. En
ocasiones, si eras lo suficientemente ágil y certero, podías abrirte camino
hacia la barrera y gritar, consagrando tu éxito, un glorioso “ampay me salvo”;
logrando mantenerte en el juego una pasada más. Pero en el fondo, tarde o
temprano alguien te descubría y todo llegaba a su fin.
Hoy por hoy, el ampay de los grandes no le da fin a nada;
todo lo contrario, marca el comienzo de un sinfín de eventos y declaraciones que
pueden disparar a cualquiera a la punta del prime time. La sociedad está más
hambrienta de saber qué te descubrieron haciendo y con quién, que de enterarse
de tus próximos proyectos profesionales. Y es que el círculo mediático del Perú
le ha puesto un precio mayor a una foto de discoteca que a una de un actor
ensayando una obra de teatro que aún no se estrena.
Ser ampayado es un ritual de iniciación para formar parte de la farándula nacional. Antes de ser descubierto de la mano de una reconocida
figura (si es que nadie te conoce) o una fulana sin currículum artístico (si es
que ya perteneces a algún medio); tu vida laboral puede ser relativamente
tranquila. Una vez que el ampay te pone en la boca del lobo, que periódicos y
programas de chismes se pelean por tus primeras palabras, que tu cara resulta
más conocida que la del primer ministro de la nación; tus honorarios profesionales
aumentan de precio y la gente se muere por verte sobre un escenario.
En algún momento, las fotos de los ampays requerían de una cuidadosa edición para salvar la imagen de la oscuridad en la que normalmente se encontraba. Los sujetos se las ingeniaban para retratar la situación, a pesar de la noche y las sombras de los ambientes por los que las figuras se escurrían. Hoy, las situaciones se dan a plena luz del día, en estacionamientos con envidiable iluminación, en la puerta de concurridos y famosos lugares. Ya nadie se esconde, la situación ha demostrado ser tan rentable que, hacerle la vida difícil al fotógrafo, puede resultar en un par de shows menos un fin de semana.
Y es que parece ser casi una comprobada fórmula matemática.
Si estás en el medio, a mayor número de ampays, más chamba. No sólo eso, si tus
portadas o fotos nocturnas resultan ser con distintas personas, más cuesta tu
presencia en un evento. Ya no se trata de la calidad profesional que puedas
ser, de tu formación artístico/académica, de tu trayectoria. Hoy en día, si
eres más tramposo, juerguero, escandaloso y polémico; vales más para los medios
de comunicación y, como resultado directo, para la gente.
Parece como si el juego hubiese cambiado de reglas; tanto
mejora tu vida cuanto te ampayan que, casi casi, cuando te toman la foto, te
están diciendo: “Ampay te salvo”. Y es que, efectivamente, un ampay puede
rescatar del fondo del océano la decrépita carrera de un artista fuera de
momento, puede lanzar al estrellato a una persona que tenga como único don ser relativamente
agraciada al ojo común, puede traducirse en unos cuantos fajos de verdes.