domingo, 18 de noviembre de 2007

Temores

Tengo 23 años de edad y el martes fui por primera vez en mi vida, voluntariamente y solo, al dentista. Llevaba casi 10 años sin sentarme en ese asiento reclinable de acolchonamiento sintético y ficticio, por eso la sangre se disparaba con mucha fuerza de mi corazón y a través de mis arterias corría, queriendo escapar de mí. Cada calle que veía pasar desde la ventana del bus me llamaba en son de intentar salvarme del sufrimiento al que me sometía sin estar obedeciendo órdenes por parte de mi madre. Vi aparecer la clínica como una enorme y amenazadora nave nodriza espacial, y entré en búsqueda del pabellón de odontología, rezando al cielo que este cerrado por reparaciones o algo así. Me presenté decidido ante la secretaria y con un valor inexistente pronuncié mi nombre para que me pudiese buscar entre los pacientes responsables que aparecíamos en la lista de citas. Me senté en la sala de espera como quien se sienta en un tribunal de justicia, esperando ser juzgado por un complicado crimen, con apariencia dura y fuerte pero lleno de miedos y arrepentimientos. Era pues un huevo crudo.

“Señor Jiménez, el doctor lo espera en el consultorio número 2.” Quise seguir pareciendo soldado y me paré con soberbia para subir al segundo piso, donde se encontraba el consultorio. Una vez que crucé la puerta de la sala de torturas el huevo se rompió y estoy seguro que el dentista pudo percibir que un niño grande había ingresado. En ese momento se me escapó una lágrima hacia adentro que buscó lograr una comunicación telepática con el único ser que hasta el momento me había ayudado a lidiar con las inyecciones y los temerarios hombrecitos de batas blancas, mi mamá. Sentí vacía mi mano derecha al recostarme sobre el plástico blanco y rogué nuevamente a los seres celestiales que me cuiden. Pasé por el chequeo y el anuncio de un par de curaciones trajo al presente los episodios de mi memoria que únicamente me auguriaban un sentimiento, dolor.

Cuando era niño los taladros y las inmensas agujas anestésicas eran personajes principales en las pesadillas de mis pesadillas. Aún hoy no entiendo por qué, con tanto avance tecnológico, nadie ha cambiado o aligerado el sonido de los taladros de dentista, y es que incluso antes del contacto con el diente, por culpa del sonido, de niño yo ya lloraba. Ni hablar de la jeringa que, con mucho esfuerzo y un poco de disloque, entraba en mi boca y se incrustaba en la superficie más dócil de mi cuerpo. Recordemos cuánto dolor nos causa mordernos la lengua o un cachete al masticar, hasta los adultos más fuertes derraman dolor por los ojos. Todo esto, sumado con la incomodidad que sentía al tener las enormes manos del dentista dentro de mi pequeñísima cavidad bucal de niño, hacía que los dentistas sean peores que el cuco al momento de no querer terminar mi sopa. Claro que como dije antes, con mi madre prendida de una de mis manos, todo cobraba un cierto sentido de “necesario y seguro”.

Ese día estaba solo. No tenía a mi mami por ningún lado y los instrumentos que pude ver rápidamente mientras la enfermera me cubría con la capa eran los mismos. ¡Carajo! ¿es posible que hayan pasado 10 años y la tecnología se haya visto impedida de mejorar o cambiar los elementos de trabajo dental? Vi a la avispa metálica acercarse a mi boca y me entregué totalmente al destino. Absorbí el fatalismo de todas las culturas del mundo y dejé que mi camino sea escogido por el que ahora se disponía a trabajar a socavón abierto en mí.

Nunca me dijo nada. La enfermera jamás me dirigió la palabra más que para informarme de los costos. Fue una situación impersonal y vacía de todo sentimiento de solidaridad hacia este noble forastero que lo único que quería era que, al igual que en su niñez, alguien le vaya informando del proceso que ocurría sobre sus huesos. Normalmente, en situaciones incómodas, apelo a mi ingenio y cómica improvisación, ironizando las cosas y robando sonrisas en busca de la construcción de un ambiente de confianza. Cuando trabajan en tu boca no puedes decir ni “auxilio”. Yo continuaba a la espera de una explicación, algún dato que me hablara de mi estado, una mísera palabra de información, un chiste, lo que sea. El dentista fluorizó el último de mis dientes y se retiró como se retira el jefe de la cama de hotel que acaban de compartir con su secretaria, rápido y callado.

Me levanté y me apresuré a salir de ese cuarto blanco y muerto. Quería alejarme, al son del temblar de mis rodillas, de ese lugar que aún de grande me amenazaba de muerte. La enfermera me dirigió por segunda vez unas cuantas oraciones y me sugirió que reserve mi cita próxima lo antes posible, faltaba una curación y una sacada de muela. “¿Qué?” Fue muy fácil para ella terminar su trilogía de la comunicación conmigo diciendo “la radiografía muestra que la muela del juicio te está saliendo chueca, el doctor recomienda sacarla”. Bajé las escaleras pasmado. Claro, la sesión que acababa de terminar no me había causado dolor alguno, pero sacar un diente es un recuerdo de sangre y llanto que tengo grabado en el disco duro de mi memoria con una etiqueta que dice “prohibido borrar”. Me presenté nuevamente frente a la secretaria y pedí mi próxima cita, “¿El doctor no puede por la tarde? Bueno póngame por la tarde con otro porque antes no puedo, solamente falta realizar una curación y NADA más.”

Estoy seguro que jamás hubiese podido ser yo un soldado. No soy una persona de tendencias hacia el enfrentamiento físico y le tengo miedo a cosas tan cojudas como los peces y las alturas. Temer, es bajo mi limitada concepción “respetar para prevenir consecuencias dañinas”. En una guerra viviría trepado en un estratégico árbol y no me movería de la rama más cómoda, no muy alta pues moriría deshidratado de tanto orinarme de miedo. Dejaría pasar los años que dure el enfrentamiento sin llegar a tener contacto con el suelo. Moriría de hambre, pues los monos me robarían lo poco que cerca de mí fuese comestible. Apagaría mi radio por la bulla que causaría mi búsqueda y que revelaría sin ninguna duda mi posición. En conclusión, yo sería la causa de un nuevo kilómetro cuadrado perdido.

Nuevamente me encuentro frente a la encrucijada que causa dejar que mis pensamientos fluyan. Yo empecé esta entrada refiriéndome a los temores en general, incluso realicé unos apuntes que seguiría durante el avance de los miedos que tengo y lo que ES en realidad el miedo de la gente según mi consideración. Me parece, y seguro que a Sigmund también, que si mi paja mental de hoy se desvió y extendió demás sobre un sub-tema del conjunto que quería tratar, es por una razón primordial. Le tengo pavor a los consultorios médicos, veterinarios y hasta a los centros de cura espiritual. Quise hablar sobre otros miedos pero la temerosa aventura que abrió la entrada y los recuerdos que ésta desempolvó me llevaron por el sendero literario que desembocó en este párrafo final. El martes tengo que volver a la clínica y sé que la curación que falta es mínima, que no va a demorar más de 5 minutos, que mi vida no depende del verdugo de blanco que ese día veré, que los adultos no temen a otros adultos que tienen como fin curarlos, sin embargo también sé que llegará el día y tendré miedo. Desde ya estoy asustado. ¿Mami?