Acabo de ver una película en la que el personaje principal,
un sujeto totalmente adaptado a la vida urbana tradicional, se aleja de a pocos
de su burbuja de comodidad y emprende una serie de viajes sin sentido que
terminan siendo más educativos que cualquier formación académica. Así, mientras
más se dejaba llevar por la colina de la vida, más iba estirándose su sonrisa,
despeinándose su cabello y, principalmente, creciéndole la barba.
Cuando me afeito, encerrado en el baño y alejado siempre de
cualquier mirada, siento que me quito de encima el espíritu joven del pasado
que a empujones busca retomar mi rostro. Cada vello que asesino se lleva
consigo un pedazo de la esperanza de retomar la rienda de la vida sin riendas
que tanto tiempo moldeó mi dispersa existencia. Y es que la barba mal llevada,
descuidada, cuyo destino ha sido relegado al libre albedrío de la naturaleza,
no es sinónimo de persona ubicada.
Hubo una época en la que mi rostro se cubría de pelos y mis
ojos no se inmutaban. Cada viaje dotaba de sabios vellos mi mentón y mis
mejillas, cada persona que conocía, cada frustración y alegría, cada
crepúsculo, cada amanecer, todo parecía impregnarse sobre mí y crecer mutado en
lo que en ese entonces cubría mi cara. Hoy me afeito sistemáticamente, pero en
ese entonces no quería saber de sistemas.
No puedo evitar rasurarme con melancolía, viendo cómo
destruyo mi expresión de libertad con el fin de apegarme a un ideal de limpieza
y orden. Cuando me veo en el espejo, talando poco a poco la imagen de mi pasado
para plasmar la del futuro, siento cómo una pequeña réplica de mí pierde la
sonrisa y se resigna a aceptar que el presente me dominó. Cada vez que aborto
el nuevo crecimiento de una barba potencial, el reflejo del espejo me grita en
silencio que me entregué, que lejos están los viajes de mochila, que no me
crecerá más el pelo mientras me muevo de un destino a otro, que mi vida ya se
acomodó.
Así, con cada pasada de la máquina de afeitar, recuerdo que
mi bigote disparejo y el candado que jamás pude cerrar son imágenes de otra
realidad; de una más libre, despreocupada, absurda, graciosa y vencida. Atrás
quedaron los días del look de náufrago, con la mirada distraída y la cara
sucia; las horas de viajes y trámites migratorios en fronteras terrestres; los
momentos de monedas y ningún billete en la mano.