martes, 15 de julio de 2014

AFEITADAS

Acabo de ver una película en la que el personaje principal, un sujeto totalmente adaptado a la vida urbana tradicional, se aleja de a pocos de su burbuja de comodidad y emprende una serie de viajes sin sentido que terminan siendo más educativos que cualquier formación académica. Así, mientras más se dejaba llevar por la colina de la vida, más iba estirándose su sonrisa, despeinándose su cabello y, principalmente, creciéndole la barba.

Cuando me afeito, encerrado en el baño y alejado siempre de cualquier mirada, siento que me quito de encima el espíritu joven del pasado que a empujones busca retomar mi rostro. Cada vello que asesino se lleva consigo un pedazo de la esperanza de retomar la rienda de la vida sin riendas que tanto tiempo moldeó mi dispersa existencia. Y es que la barba mal llevada, descuidada, cuyo destino ha sido relegado al libre albedrío de la naturaleza, no es sinónimo de persona ubicada.

Hubo una época en la que mi rostro se cubría de pelos y mis ojos no se inmutaban. Cada viaje dotaba de sabios vellos mi mentón y mis mejillas, cada persona que conocía, cada frustración y alegría, cada crepúsculo, cada amanecer, todo parecía impregnarse sobre mí y crecer mutado en lo que en ese entonces cubría mi cara. Hoy me afeito sistemáticamente, pero en ese entonces no quería saber de sistemas.

No puedo evitar rasurarme con melancolía, viendo cómo destruyo mi expresión de libertad con el fin de apegarme a un ideal de limpieza y orden. Cuando me veo en el espejo, talando poco a poco la imagen de mi pasado para plasmar la del futuro, siento cómo una pequeña réplica de mí pierde la sonrisa y se resigna a aceptar que el presente me dominó. Cada vez que aborto el nuevo crecimiento de una barba potencial, el reflejo del espejo me grita en silencio que me entregué, que lejos están los viajes de mochila, que no me crecerá más el pelo mientras me muevo de un destino a otro, que mi vida ya se acomodó.

Así, con cada pasada de la máquina de afeitar, recuerdo que mi bigote disparejo y el candado que jamás pude cerrar son imágenes de otra realidad; de una más libre, despreocupada, absurda, graciosa y vencida. Atrás quedaron los días del look de náufrago, con la mirada distraída y la cara sucia; las horas de viajes y trámites migratorios en fronteras terrestres; los momentos de monedas y ningún billete en la mano.

Y aunque no tengo sustento como para armar una queja, tengo una media sonrisa que evoca los días en los que jamás gastaría en una rasuradora. Quizá por eso me cuesta mirarme al espejo mientras lo hago en silencio y escondido, como para que no me descubra ni yo mismo. Quizá nunca me acostumbre a matar día a día al Ernesto del pasado para darle constante pase al Ernesto del futuro. Quizá por eso, cuando me afeito, siempre dejo uno que otro vello escondido y listo como para crecer agazapado, por si algún día decido escapar del orden y regresar a la incertidumbre de una vida libre, desatada y, cómo no, barbudamente feliz.