Se quedaron en mi casa 7 mujeres, por tema de año nuevo. Ya
por ahí algunos comienzan a asumir los contratiempos a los que me puedo
comenzar a referir. A esto sumemos el hecho de que tenían, en promedio, 20 años
de edad. Hago hincapié en sus años vividos porque, cuando uno es menor, el
ruido es un asunto que nos causa poco interés. Le recuerdo al lector que mi
casa tiene sólo 2 habitaciones, así que las 7 ocupaban el cuarto del primer
piso; como cuando el vecino mete varios loros en una misma jaula. Y, como si
fuera la cereza del helado, tomemos en cuenta que, para suerte de todos
nosotros, durante los 7 días que se hospedaron conmigo, el agua simplemente
decidió no volver a aparecer. Parece que el agua sabía a lo que me sometía y no
quería ser mi compañero de batalla.
Asumo que se trataba de un escenario difícil de por sí; vivir
sin agua es algo que nadie merece, y me apena profundamente haberlas expuesto a
ello. La verdad es que la solución del asunto escapaba de mis posibilidades,
pero como anfitrión me tocó asumir la culpa. Es por esto que, cuando ensuciaron
hasta el último cuchillo de mi cocina, repletaron mi mesa de licor de caña y
limones a medio exprimir y derramaron cuanto producto era posible en la cocina,
no me exasperé mucho por fuera. Claro que por dentro saltaba el anciano lógico
que tenemos todos guardado y que aparece para criticar a los demás: “Si saben
que no hay agua, que no se puede limpiar, ¿por qué ensucian tanto?”
Pero todo eso me tocaba aguantar a boca cerrada porque no
existía la posibilidad de acabar con la suciedad que causaban. Yo me preguntaba
las razones por las cuales simplemente no tomaban conciencia y evitaban armar
tanto desastre, pero también es verdad que rezaba al dios en el que no creo que
el agua vuelva y la cosa sea distinta. Aunque, siéndoles totalmente franco, no
creo que ninguna hubiese lavado una sola cosa.
Todas las madrugadas, alrededor de las 4am, las oía llegar
en coro, cual caravana orquestal, lanzando sus voces hasta lo más alejado del
infinito. Golpeaban las puertas sin darse cuenta, gritaban una por encima de la
otra para hacer sentir que era su turno de hablar y simplemente reían como si
nadie más en el mundo tuviese orejas. Mi pobre vecino, un señor de más de 50
años me confesó que estaba incluso pensando llamar a la policía porque no
llegaba a comprender si el ruido era natural o forzado por algún agente externo
y peligroso. Les pedí que tuviesen un poco de consideración con este señor que
trabajaba muy temprano por la mañana; pero cuando se trata de escándalo, el que
tiene una batería está programado para tocarla.
Desde que me mudé a esta casa, tener a la mano opciones
alimenticias fue un placer que asumí como parte de mi vida cotidiana. Tenía
siempre a la mano latas de atún, de frejoles, agua fría y también temperada,
galletas, queso, jamón, entre otras cosas de rápida preparación. Las chicas
simplemente barrieron con todo. No importó la diferencia que el cerebro
naturalmente hace entre lo propio y lo ajeno; las cosas desaparecieron y no se
volvieron a asomar. Tal fue el descaro de saqueo que decidí no comprar nada
más. Es terrible comprar algo hoy, adelantando un antojo, recibir la llegada de
ese antojo y simplemente no poder complacerlo porque el producto soñado se
encontraba ahora en el estómago de otra persona. Eso sí, los paquetes quedaban
en su lugar; habían fundas de queso vacías en la refrigeradora a la espera de
que alguien las deseche. Parece que no les interesaba ni siquiera esconder el
crimen.
Yo mordí mi lengua y traté de mantenerme lo más alejado del
asunto que pudiese. Un par de días antes de retirarse, me reclamaron que no
tenían espacio suficiente para dormir todas en el cuarto; con justa razón. Les
recordé que existía la posibilidad, que les presenté desde que llegaron, de
ocupar un espacio en el segundo piso, al costado de mi cuarto. Actuaron como si
nunca lo hubiese mencionado. Y es que, cuando eres muy joven, los mensajes te
llegan directamente al buzón de correo no deseado. Así que les limpié el
espacio y lo dejé listo como para que lo ocupasen y le diesen un poco de aire
al pequeño cuarto que las albergaba.
¿Lo usaron? Claro que no. Las chicas optaron por seguir en
su lata de sardinas y obviar el espacio que me habían pedido. En realidad,
cuando aplico la palabra “usar”, me refiero a su relación con el verbo dormir.
Nadie “durmió” ahí arriba. Lo que sí pasó fue que una, la más osada quizá,
llegó a las 5am, con un gringo, y decidió que el mejor lugar para tener
relaciones sexuales era ese espacio, a 2 metros de mí. En su pequeña cabeza no
cabía la posibilidad que yo la oiga. Yo les había pedido que nadie entre a la
casa y ellas parecían haber entendido mi preocupación, incluso actuaron como si
la apoyasen. Tan ilusa fue esta chiquilla que, cuando llegaron sus amigas y le
reclamaron sobre mi petición, ella casi gritó de vuelta: “No se preocupen, Ernesto
no se va a dar cuenta. Está dormido”.
La faena, entre primer y segundo round, duró un par de
horas. Con descanso de intermedio y un intento absurdo de comunicación entre
los dos individuos. Ella no hablaba un carajo de inglés y él simplemente no
dominaba para nada el castellano. ¿Cómo se habían conocido, llegado a besar y
decidido ultrajar el segundo piso de mi casa? Jamás lo sabré. Era como oír a
Tarzán tratar de comunicarse con Jane. Sobre lo que sí pudieron comunicarse, en
un principio, fue sobre el requerimiento que ella le hizo con respecto al uso
de un preservativo. No mucho después él se lo quitó, ella reclamó, con muy poca
insistencia y continuaron haciéndolo a flor de piel. Hago un alto del tema aquí
y acoto lo siguiente: Si un chico que no conocen mucho, que no entienden y
sobre cuyo pasado no saben nada decide sacarse el condón a mitad de acto,
preocúpense.
Al día siguiente, resaqueadas y con la planificación sobre
la ventana, armaron sus cosas como pudieron y se fueron en grupos. Unas
decidieron dormir un poco más mientras que otras esperaron el primer transporte
para alejarse del pueblo sin agua. Que se vayan fue como cuando aguantas la
respiración bajo el agua y de pronto sales a tomar el primer aire. Solté mi
mordida lengua, respiré profundamente, me arrojé sobre el sillón, observé mi
destruida sala y simplemente me di cuenta que no soy tan social como mi
profesor de antropología anunció. Quizá incluso no sea yo un ser humano normal,
quizá lo sean ellas, no lo sé. Lo que sí tengo claro es que estoy acostumbrado tanto
a mi soledad que, siempre que visito la casa de alguien, trato de no interferir
en la costumbre que esa persona pueda tener a la suya propia. Esta última
experiencia simplemente apoya mi consideración. Ser humano, ser social…
Patrañas.